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Maradona. Mi canalla favorito


Por Jesús Ramón Ibarra (Foto de portada: Getty Images)

En 1979, Diego Armando Maradona tiene 19 años. Si bien le falta escena para el rol estelar que representará posteriormente, le sobran argumentos futbolísticos. Bajo de estatura, zurdo, dueño de un spring sostenido por intempestivos cambios de ritmo y la mantención del balón, pese a todo, el Pelusa proyecta una visión emocionante del futbol básico: individualismo, anarquía, precisión en el tiro, lectura panorámica del juego y, last but not least, una indiscutible capacidad de improvisación. Como seleccionado juvenil argentino, Diego lleva a la albiceleste a ganar el Mundial de Japón sub 20 ese año; obtiene el balón de oro como jugador más valioso del torneo y comienza un ascenso que tiene su primer aterrizaje en el Mundial de España, en 1982.

Esta gesta es el primer golpe de realidad para un jugador virtuoso, nada grandilocuente, siempre en tensión, pugnando por equilibrar las nociones entre lo individual y lo colectivo. Diego es un chaval que aspira a ganar importancia entre lumbreras mayores de edad que él. Y, supongo, esta vocación aspiracional le trae una decepción a él, a sus seguidores y a la hinchada argentina luego del fracaso. En ese mundial, si bien Maradona muestra destellos contra las escuadras de Hungría y el Salvador, Italia y Brasil -en la etapa de cuartos- ubican en su justo sitio a una albiceleste deshilvanada.

Foto: Mark Leech. Getty Images

Todavía recuerdo la imagen del 10 retirándose del campo, expulsado, cabizbajo pero inflamado por cierto orgullo juvenil, mientras escapa del vapuleo brasileño por la puerta más vergonzosa.

En el mundial del 86, Maradona tiene 25 años. Acaba de pasar un par de campañas accidentadas con el Barcelona y Bilardo, un técnico atacado por la prensa argentina desde todos los frentes, le otorga la capitanía de la selección, muy en contra del peso histórico de Daniel Pasarella, el capitán campeón del mundo. En México, Argentina atraviesa una primera ronda sin contratiempos. No es sino hasta la fase de cuartos y semifinales cuando Maradona alcanza su tope futbolístico. Anota dos goles en cada partido, contra Inglaterra y Bélgica, y en la final, luego del férreo marcaje de los alemanes, tiene la osadía de lanzar una asistencia milimétrica para que Burruchaga liquide el asunto sobre la hora. Los alemanes se atascan: el pundonor no les da para más.

El gol de «la mano de Dios»

A partir de aquí, de esta epopeya que exalta, gestiona o vindica ídolos, Maradona comienza a mitificarse, comienza a convertirse en el protagonista de una épica diseñada entre la marginalidad, el esplendor del triunfo y las necesidades de una sociedad argentina herida por sus recientes procesos históricos.

El país se está reconfigurando después de una dictadura cruenta y busca líderes o próceres templados entre el mérito deportivo, el furor popular y la facilidad declaratoria. Todo eso Maradona los representa a plenitud. De pronto se convierte en una entidad que camina, plena, entre la socarronería, el dispendio, el cinismo y la ostensible sacralización.

En el mundial de Estados Unidos construye dos partidos memorables frente a Grecia y Nigeria, coronados por la imagen de su retiro de la cancha, mientras una enfermera lo lleva del brazo para practicarle el examen antidoping. Fue su final como jugador en los mundiales, pero el inicio del proceso de reconversión del ídolo futbolístico en el actor de su propio reality.

Diego Maradona y Lionel Messi

Después, su cuerpo intentó dialogar de muchas formas con los registros de un talento incontrovertible. Y poco a poco esta conversación se transformó en un catálogo de destellos. El 25 de octubre de 1997, juega su último partido, vistiendo la playera del club de sus amores, Boca Junior, que esa tarde vence a su acérrimo rival, River Plate (en ese entonces dirigido por Ramón Díaz, su compañero en el mundial juvenil de Japón) 2 goles contra 1. Entonces su cuerpo inicia un monólogo sustancial desde los márgenes de la memoria: la técnica, el cambio de ritmo, la precisión en el tiro, la mecánica al golpear el balón calculando la dirección del viento que, en los estadios, hace arcos que se abren y chocan entre sí, son los galones invisibles de una carrera tan brillante como controvertida.

Convertido en un caudillo, retirado de las canchas, sostenido por esa idiosincrasia que conforman la idolatría popular, Maradona, poco a poco, comenzó a mutar su condición de héroe patrio en la de una suerte de militar sólo rodeado de subalternos.

Hizo, creo, todo lo que se propuso hacer como ser humano, futbolista, entrenador, hijo, hermano, padre, completando un periplo abigarrado entre la idolatría, la conmoción, el desconcierto, la reciedumbre, el éxito y el fracaso, la felicidad y el deterioro.

Diego saliendo al balcón de la Casa Rosada después de entrevistarse con el presidente Alberto Fernández. Foto: AP

En su época, las canchas fueron un poderoso sistema planetario conformado por jugadores de todas las naciones (Platini, Rummenigge, Zico, Eder, Sócrates, Stoickov, Sánchez, Baresi, Rossi), dominado por el sol argentino. Fue perseguido y juzgado por lo que hizo afuera de las canchas, en una sociedad que lo mismo concentra la corrección, la hipocresía, el feminicidio, la pederastia, la oligarquía financiando la minuciosa destrucción de un mundo desesperanzado, que cocina a sus ídolos, lo mismo bajo la hoguera mediática de la desinformación que bajo la luz incendiaria de la moral religiosa.

Su muerte, para mí, representa el retorno a esos años. Pero también su cancelación definitiva. Fue mi primer ídolo. No hubo argumento contra él que no rebatiera con la elocuencia de un orador religioso. No le perdoné que se retirara. No le perdoné que no metiera más goles en mundiales. No le perdoné que no fuera más veces campeón. Pero ni hablar, era un tránsfuga, un rebelde, un genio en la cuerda floja.

Siempre luchaba contra sí mismo. Y siempre perdía. Cuando lo sustituí por Messi, entendí que yo había llegado al punto álgido de una adultez sosa, pueril, conservadora y oportunista. Irles a los genios es ir a la fácil. Aunque muchos genios vengan de las fronteras del desarraigo, de la dejadez institucional, de la desazón. Un largo adiós a mi canalla favorito. Una calurosa bienvenida al jovencito que hace mucho se robó el balón, solo, y lo puso a rodar.

Maradona contra la armada invencible

(Poema de Jesús Ramón Ibarra)

¿De qué calamitoso campamento

de qué errado follaje de signos

quejas, liosas consignas

surgió esa idea de combate?

¿Quién remitió ese trazo indócil

con qué brújula cara perfiló su fusil

hacia esos derroteros?

¿Qué añoraba el soldado

(número 10)

al disolverse

en movimientos duchos

cambios de ritmo

dislocados engarces por la banda derecha?

¿Qué imaginaba al fondo de las redes

qué veía en esa esquina donde el pasto

y la trama diseñan su morada

su casa de campo

su imaginaria misa?

¿Y ya acabado el acto

ya grabado en el aire

cuántas palabras quedan

cuánto grito responde

desde el otro lado de la hoja

a tan complejo lance?

¿Hay oído educado

que alcance a vislumbrar                                                  

de entre la selva

el canto de batalla 

transformado en empeine

balón 

o sutil arabesco 

a ras de instante?

Jesús Ramón Ibarra

Autor de seis libros de poesía y uno de crónicas. Ha obtenido varios premios, entre ellos el Bellas Artes de Poesía Aguascalientes en 2015 por su libro Teoría de las pérdidas, y el Nacional de Literatura Gilberto Owen (de poesía) en 2007 por Crónicas del Minton’s Playhouse. Es miembro del Sistema Nacional de Creadores de Arte del Fonca.

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