Por Marcia Koryna Hernández Hernández (Foto de portada: NIKLAS LINIGER en Unsplash)
El mundo se ve tan informe; nada se puede generalizar, hay códigos individuales y una decena de leyes universales, pero todos violables.
Leí en un libro dos preguntas de Nietzsche: «¿Qué tiene usted que barrer?, ¿preocupaciones o escrúpulos?»
Don Ignacio, sexagenario de oficio barrendero en la unidad habitacional donde vivo, me escuchaba silente, barría sin turbarse de mis preguntas, al fin, lanzo un suspiro, como si hubiese encontrado la respuesta adecuada, se detuvo y habló:
-Barremos la suciedad de otros, sus desechos, no sólo son materiales, aquí hay piel, cabello, dientes; hasta cuerpos completos. ¿Sabe? Mi labor no se queda en mantener limpia la calle, la basura habla y cuenta sus historias. Nosotros somos sus personajes; la fetidez, la cara y las manos sucias son nuestro maquillaje; ¿qué decir del vestuario?, lo que cubra la vergüenza, el hambre y la pobreza; suficientes para nuestra actuación diaria. Como el niño desnudo de sus piernas, un suéter roto cubre la mitad de su cuerpo, tiene tres años, no sé quién le enseñó a decir gracias, pero de su boca sale esa palabra con claridad cuando su abuelo encuentra un muñeco roto, sin cabeza para él. O la mujer que busca incansable en el contenedor, rompe las bolsas de plástico en total estado de locura. Su hija desapareció y las vecinas dicen que vieron a un hombre salir de su casa con dos bolsas grandes, muy pesadas; con trabajo las lanzó al contenedor y echó a correr sin parar.
Aquí, hay una historia más, justo debajo de este árbol. En el otoño tira sus hojas y éstas caen, suave, como si arrullaran el secreto, ese secreto que alimentó sus raíces hace decenas de años.
¡Camina, niña! – Gritaba la joven mujer a Laurita.
Brazos pequeños que sostienen con todas sus fuerzas las bolsas de basura; con apenas cinco años de edad tiene que trabajar. Así lo ordena la mujer a la que llama mamá. Descienden del cerro de basura y acomodan su carga en el suelo.
-Ora sí, niña, a buscar.
Sus bolsas contienen botellas, latas, comida putrefacta, papeles sucios, toallas sanitarias, ropa vieja, en fin; lo importante es encontrar algo que vender o que comer.
Las manos de Laurita separan las botellas de las latas; de repente grita, el filo de una lata corta su pie descalzo, la había dejado a un lado después de sacarla de la bolsa.

-¡Cállate, chamaca chillona!, ¡fíjate bien!, aguántate, o qué, ¿crees que por eso vas a dejar de trabajar? ¡Anda, güevona, no pares!
Con el rostro empapado en llanto continúa su labor, embarra sus brazos de mocos; seca sus ojos con los papeles sucios, levanta su pie y ve las gotas de sangre; la tierra y la suciedad del suelo le hacen costra que detiene el sangrado.
Laurita encontró una segunda bolsa, está doblada; es muy grande para sus brazos, no alcanzan a extenderla bien. Se detiene atenta a contemplar la imagen impresa: un árbol frondoso y en él un nido con aves; se acerca a su mamá y entre sollozos pregunta:
-¿Qué es esto, ma’?
-¡Deja de perder el tiempo y trabaja!… A ver; deja ver.
La mamá observa la imagen:
-Es un árbol, pendeja, y pájaros, ¿a poco no los conoces?, ¡qué vas a conocer! La basura te vio nacer; di que se me ocurrió un nombre para ti, pues ni eso tendrías.
-Mira, mira para allá-, jala a la niña del brazo y le muestra un árbol que se alcanza a ver a lo lejos, -eso es un árbol, está chico como tú, el de la bolsa es grande (se rasca la cabeza, mete sus dedos entre la enmarañada cabellera), bueno, no creo que tú crezcas.
Laurita observa el árbol, y antes de dar lugar a la imaginación, recibe un golpe en la cabeza:
-¡Ya, deja de babosear!

Laurita quiere llorar, pero su mamá la amenaza con soltar otro golpe; se controla y con su barbilla temblorosa regresa a su trabajo, las lágrimas no la dejan ver, evita que de su boca escape cualquier ruido. Toma la bolsa, la dobla con mucho trabajo y la guarda debajo de su blusa; trata de fijarla bien para no perderla.
-Pos ‘ora, ¿por qué guardas esa bolsa?
Laurita no hizo caso y siguió con su trabajo.
El ánimo de Laurita decae conforme pasan los días; se cansa más. Hasta que una noche le ataca la fiebre. La mamá llama a una vecina para que le diga qué hacer; una mujer madura entra a la casucha y revisa a la niña.
-Se te va a morir, así me pasó con mi Juanjo. Mira, tiene la pata bien podrida, algo pisó o la picó algún animal.
Laurita deliraba y pedía su bolsa del árbol.

-¿Qué quiere la chamaca?
-Una pinche bolsa que encontró en la basura – respondió su mamá.
-Ah, pues dásela. Total, se va a morir.
Le pone la bolsa sobre su cuerpo sudoroso y Laurita la abraza, como quien abraza un muñeco de felpa.
– ¿Ton’s qué hago?
-Ah, pues cuando se te muera envuélvela y entiérrala, porque si dices algo, te van a acusar de asesina y a la cárcel vas a dar.
-¡No!, ni Dios lo mande.
-Así hice con mi Juanjo. Ven- salieron de la casucha y le enseñó un árbol.
¿Ves aquel árbol a lo lejos?
-Sí.
-Pues a un lado enterré a mi Juanjo, ya tiene como dos años, y nadie me dijo nada.
Era el mismo árbol que días atrás enseñó a Laurita.
Regresaron a la casucha. Laurita agoniza; le pide a su mamá que le cuente los dibujos de la bolsa.
-¿Que te cuente qué? Pues hay un árbol y pájaros.
Temprano, algunos pepenadores y pordioseros salen a los cerros de basura; la mamá de Laurita esta vez no fue a buscar entre la basura, está debajo del árbol. Enterró la bolsa del árbol y los pájaros, en ella guardó el cuerpo de Laurita.
Algunos barren escrúpulos, yo, barro las historias de la basura.
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