Por Fabiola Morales Gasca (Foto de portada: Lubo Minar en Unsplash)
La vida es un enorme lienzo, tira toda la pintura que se pueda.
Danny Kaye
Ella era una mujer gris, de aquellas que se confunden con lo plomizo de las nubes a punto de llorar o con el color de alguna pared amarilla despintada que se le ponga como fondo. Su apariencia era de mujer común, cuyo pavor por los relámpagos era proporcional al de la suciedad de su casa y que la hacía tener una obsesión bestial por la limpieza. Por ello, limpiar de cabo a rabo era labor fervorosa de todos los días. Su vida se consumía en ello.
Pero Helena también podía ser azul verde agua como océano con fondo de corales rojinaranjas o verde como pasto adolescente que crece con intensidad en época de lluvias. Así era ella, con esa cualidad de camuflaje que ninguna mujer poseía. Por desgracia, aquel don tan extraordinario que tenía desde su niñez y que se acentúo durante su juventud, se le había olvidado.
Su mamá fue la primera en descubrir la cualidad de Helena, cuando siendo bebé se desapareció entre las sábanas rosas de la cuna. La madre, asustada, empezó a buscar con desesperación a la niña cuyas risas y movimientos de inmediato la delataron. La impresión de palpar a la infanta, cargarla y verla cambiar súbitamente de color rosa a normal fue muy grande. Tal acontecimiento fue ocultado durante meses, hasta que la madre comprobó la repetición de este fenómeno. Era innegable, aquella niña era una rareza.
Creció Helena casi como cualquier niña; ella sacaba siempre ventaja cuando jugaba a las escondidillas. Entretenerse con su cualidad hacía todo fácil y divertido. La madre, con el firme afán de protegerla, le pidió que ocultara ese don sobre todo cuando se enamorara, pues según consideraba, el amor echaba a perder todo lo bueno. Claro, ella siempre omitía los consejos; era tan placentero perderse en el entorno y el amor era una palabra que aún no estaba en su vocabulario.
Con la llegada de la adolescencia y el amor, la diversión se perdió para siempre, como lo profetizó su madre. Cuando Helena vio a Darío por primera vez, el mundo y los colores tomaron una nueva dimensión. Los ojos se le llenaron de nubes y su ser de inefables sensaciones. Todo era tan extraordinario, apenas lo veía y comenzaba a sentir un ligero calorcito en sus mejillas y se podía contemplar cómo tornaban de color rosa a rojo, cosa normal entre los adolescentes, pero ella al ser diferente y ver que Darío se acercaba a menos de tres metros, los colores literalmente se le subían al rostro y al cuerpo. Ya no había en ella control alguno sobre las palpitaciones de su corazón, el hormigueo de su estómago, la sonrisa incontenible y las tonalidades que iban cambiando en su piel. Fue ahí cuando se metió en serios problemas y su cualidad pasó a ser una maldición. Era tan embarazoso. Rosa, verde, morado, amarillo y rojo se dispersaban, formando en su piel un extraordinario arcoíris de colores; no fue fácil poder ocultarlo. Todos sus compañeros lo notaron y se burlaron de ella. La empezaron a ver como un engendro, una compañera se atrevió a decirle que si aceptaba una entrevista para un programa paranormal, que le pagarían bien mientras todos se carcajeaban.

No faltó el imprudente que la empezó a grabar en el celular y la llamó ”la niña camaleón”. Semejante humillación no tuvo comparación alguna; dejó de ir a la escuela por varias semanas. Sus padres fueron llamados para hablar con la psicóloga para ver cómo “podían resolver el problema de sus colores”. A petición de ellos regresó nuevamente a tomar clases; por supuesto Darío ni siquiera se acercaba al enterarse que la variación de colores en su piel era debido a su cercanía. Como las burlas continuaban, Helena se volvió más solitaria, ya casi no hablaba y temía que los pocos compañeros que se le acercaran lo hicieran sólo para incomodarla, cosa que por lo general ocurría y provocaba en ella cambios de ánimo haciendo mucho más evidente la variación de tonos en la piel.
Ella jamás volvió a ver a nadie a los ojos. Fueron meses de eterna batalla. Helena, al final, optó por tomar los colores de las paredes, por eso se sentaba en la última fila o en las orillas para no ser notada; pero este método no evadía del todo que la siguieran agrediendo. –Te lo dije, el amor desparece todo lo bueno– se lo comentó su mamá al saber lo que sufría. El mundo, a partir de ese momento, consistía en derrumbar todas sus tonalidades. Desesperada, apenas cuatro terapeutas, un curso intensivo de meditación, un eficiente psiquiatra, toneladas de medicina y la desaparición de los deseos, fueron lo suficiente para quitar uno a uno los tonos de su piel.
Así, el camuflaje dejó de ser su elección, como los Veinte poemas de amor y una canción desesperada que leía en las tardes nubladas o los jeans ajustados de sus dieciocho años. Todos los sueños de juventud se le evaporaron al igual que el aspecto usado para adaptarse a los ambientes. Ella poco a poco fue siendo normal y ahogó en el subconsciente su grandioso don. Se olvidó de ser café como el oso de peluche que la acompañaba en las noches de intensa lluvia y truenos. Se olvidó de ser amarilla como el güero, aquel enorme gato al que tanto acariciaba y un día desapareció. Olvidó ser violeta, igual que el libro de grandes letras y dibujos de acuarela con el que aprendió a leer. Para dejar de ser azul renunció a los sueños, para no ser roja olvidó el amor, para no verse naranja dejó de reír. Para que su piel no fuera verde dejó de tener ilusiones e imaginación. Así pasaron más de diez años, desafiando siempre lo que sentía para no mostrarse tal y como era. Muchos pretendientes que Helena tuvo no consiguieron ni la más mínima oportunidad de acercarse, los dejó pasar de largo como sus intensos colores.

Antes de los treinta, Helena era ya una mujer normal, era como todo el mundo: Gris. Ahora tenía por obsesión la limpieza. Iba a un trabajo, dónde se limitaba a contestar con monosílabos. Tenía un irremediable miedo a la rutina, tanto como a los relámpagos. Por secreto guardaba todo su dolor en lo más profundo de sus capas de colores clausurada. Había enterrado el sentir y amar.
Cierta tarde lluviosa, al salir del trabajo y bajar del autobús, se encontró con Darío, aquel lejano amor estudiantil. Sus miradas se cruzaron. Él pudo reconocerla a pesar de tantos años, –¡Ey, chica camaleón! ¿te acuerdas de mí?, le preguntó el hombre con paraguas en mano, pero ella por temor de no controlar sus emociones y colores frente a él, corrió. Darío fue tras ella, quien empezaba a notar en ella su piel de un tono naranja. –Espera, es fantástico verte y saber que aun conservas esa cualidad de cambiar de colores–, Helena corría mientras gritaba –Aléjate, por favor, aléjate.
Las gotas de lluvia se adherían a ella de forma violenta. Llegó hasta un parque; el aguacero arreció acompañado de enfurecidos relámpagos. Helena, junto a un árbol temblaba de frío y de miedo. Mientras recordaba que el amor siempre hace desaparecer todo lo bueno, mutó de naranja a color café claro para perderse. Descendió con violencia un rayo que cortó una rama, y le golpeó la cabeza.
La descarga y el golpe fueron fulminantes. Ella volvió a ser de color gris. Darío corrió a auxiliarla. Sólo sintió en los labios una lluvia enamorada y alcanzó a ver una silueta femenina de los más inefables colores que se evaporaba.
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