De cómo la literatura me llevó a Nueva York en plena pandemia


Por Irma Gallo

Para Denisse de la Parra

Tengo muchas fantasías. Las eróticas no se las voy a contar, por supuesto. Entre las otras, de las que sí puedo escribir, está la de vivir algún día en Nueva York. Esa ciudad electrizante, viva, plena de arte, cultura y glamour, que es el escenario de la mayoría de las películas de Woody Allen; la que habitó Susan Sontag, la que una canción de Frank Sinatra casi convirtió en cliché; la que por supuesto es, pero no parece, Estados Unidos; la ciudad donde viven la cantante alemana Ute Lemper y el escritor británico Salman Rushdie, donde John Lennon fue asesinado afuera del hermoso edificio que habitaba con su amada Yoko, muy cerca de Central Park.

Mi fantasía mayor, de la que escribo aquí, empezó a tomar forma en esta cabecita loca en noviembre de 2017, cuando fui por primera vez. Me regalé un viaje de cumpleaños, acompañada por mi hija, para mi aniversario número 46. La cosa es que después de conocer el MoMA, el MET, el Gugghenheim, Ellis Island con la estatua de la libertad, el museo dedicado a las víctimas de los atentados del 11 de septiembre, Brooklyn, la librería Strand y Central Park, pero sobre todo de sentir su atmósfera cosmopolita, de subirme al metro, de presenciar una manifestación en contra de la separación de familias migrantes en la frontera —esto ocurrió la segunda vez que fui, en el verano de 2018, con dos queridas amigas—, de visitar a mi amiga Leslie que trabaja en el Consulado de México, de comer pretzels calientitos, recién hechos, afuera del MET, decidí que algún día, aunque sea por un lapso breve, voy a vivir ahí.

Turista en Nueva York. Noviembre de 2017

Lo que quiero contar es que este jueves helado de diciembre, en plena pandemia, la literatura me llevó a mi ciudad anhelada. El miércoles, mi amiga, la periodista Denisse de la Parra, me escribió un What´s app diciéndome que me había propuesto para comentar un libro de Valeria Luiselli en un club de lectura al que ella pertenecía. Mencionó la palabra Nueva York en el segundo mensaje, ya de audio. Debo decir que detesto los mensajes de audio, así que a esa segunda parte no le puse mucha atención. Le dije que sí, que con gusto aceptaba, porque conozco y me interesa la obra de Luiselli.

El siguiente mensaje me llegó de parte de Dejanira Álvarez, la coordinadora del club de lectura. Me dijo que estaba en Nueva York —con lo que comprobé que no había escuchado mal a Denisse—, y me explicó que se trataba de que yo «coordinara» la charla sobre el libro de ensayos Los niños perdidos (Sexto Piso, 2017). De inmediato le dije que sí, aunque confundí éste con la novela Desierto sonoro (Sexto Piso, 2019), ya que en inglés se llama Lost Children Archive, y como Dejanira mencionó Nueva York, pensé que ella era quien se había confundido con la traducción del título. Me pasó el link de zoom y quedamos de vernos a las 6 pm, hora de Ciudad de México.

Total que llegó el jueves. Tuve una entrevista grabada a las 5 pm para una revista en la que estoy colaborando, pero antes, durante toda la mañana, tuve reuniones y mucho trabajo burocrático de la chamba que —afortunadamente— me da de comer. El caso es que después de la entrevista, que fue muy grata y disfruté sin duda, quedé tan agotada que estaba a punto de escribirle a Dejanira para cancelarle. Sólo me detuvo pensar en el afecto que le tengo a Denisse.

Y ¡qué bueno que no lo hice! A las 6:02 más o menos me conecté y aunque había pocos miembros del club (Dejanira, Denisse, un hombre que después supe que se llama David Ornelas y es escritor, y otra mujer, Mari), lo pasé bomba.

Hablé de Los niños perdidos, por supuesto, pero tomando de pretexto la anécdota de la confusión de títulos, relacioné el libro de ensayos-preguntas de Luiselli con su novela Desierto sonoro, cuya gesta tuvo todo que ver con el libro mencionado.

La historia es así: Valeria trabajó un tiempo como intérprete para las entrevistas de menores que llegaban a Estados Unidos sin la compañía de un adulto en la Corte de Inmigración en Nueva York, y con base en las preguntas que tenía que hacerles, empezando por «¿Por qué viniste a Estados Unidos?», fue construyendo este ensayo en el que lo mismo cita datos duros de cuántos menores sin compañía de un adulto llegan a California, Arizona y Nueva York, que aquel poema de Miguel Hernández, el poeta muerto en una cárcel de Alicante, preso por el franquismo, que dice…

«Quiero escarbar la tierra con los dientes,

quiero apartar la tierra parte a parte

a dentelladas secas y calientes.

Quiero minar la tierra hasta encontrarte

y besarte la noble calavera

y desamordazarte y regresarte».

… cuando va a narrar la historia de un chico hondureño, Manu, que ya no pudo asistir al funeral de un amigo porque tuvo que salir huyendo en la madrugada de Tegucigalpa.

Lo relacioné con Desierto sonoro, decía, porque en esta novela la protagonista está trabajando el tema de los menores migrantes separados de sus familias en la frontera para un reportaje en audio, y al igual que Valeria (lo sabemos porque esto lo narra en Los niños perdidos), emprende con su familia un viaje desde Nueva York hasta Arizona durante el cual estará todo el tiempo intentando averiguar qué pasó con un par de niñas, hijas de una conocida, que cruzaron la frontera sin documentos ni acompañantes adultos, y fueron llevadas a un centro de detención, después de lo cual, su rastro se perdió.

Portada de Desierto sonoro. Foto: Irma Gallo

Luiselli abreva, pues, de su experiencia como intérprete de la Corte, en donde conoció a menores en situaciones desesperadas, a punto de la deportación, separados de sus padres, para crear la ficción dentro de la ficción en Desierto sonoro. Me refiero al pequeño libro rojo que la madre de esta historia, la especie de alter ego de Valeria, va leyendo durante todo el road trip.

Por otra parte, Luiselli, la escritora, utiliza las vivencias de esos meses en que conoció de cerca tantas historias de menores para plantear un espeluznante «What if» en su novela: Qué tal si los niños perdidos fueran sus propios hijos, el «adoptivo» y la «biológica» —nótense las comillas porque estas categorías son totalmente artificiales y no tienen nada que ver con cómo se construyen los afectos en las familias de carne y hueso—.

El caso es que durante la charla con los integrantes de este maravilloso club del libro hice esta relación entre ambas obras de Luiselli —que tampoco es como si hubiera descubierto el hilo negro, por supuesto—, y al final, Dejanira me pidió que hablara un poco de mí, lo cual no deja de producirme cierto pudor.

Terminamos la sesión; me agradecieron el tiempo y yo les agradecí por dentro, muy en silencio, la oportunidad de hablar de lo que más me gusta en la vida: los libros, y de viajar, gracias al zoom y durante el lapso de una hora, a esa ciudad que, estoy segura, algún día habitaré.

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