En su nueva novela, el escritor poblano abreva lo mismo de Pedro Páramo y Los recuerdos del porvenir, que de Gargantúa y Pantagruel, o de Kill Bill y otras películas de Tarantino
Por Irma Gallo
Jaime Mesa (Puebla, 1977) dice que la escritura de Resurrección (Océano, 2020), ha sido «la más difícil y tortuosa», pero la más satisfactoria. La novela, que relata la historia de tres generaciones de sicarios, toca dos registros aparentemente irreconciliables: por un lado, el de la violencia del narco; por el otro, el de la ternura que provoca de la paternidad.
Su esposa Alma, cuenta, le dio la anécdota que plantó la semilla de lo que después sería Resurrección:
«Un padre hace algo espantoso, lo encarcelan, deja a su hijo recién nacido, y 16 años después vuelve a presentarse: ‘Soy Servando, tu padre’. Y Ariel, que era el hijo de 16 años, estaba en una lucha constante por la pérdida de la identidad: ‘¿qué es ser un papá, si nunca estuviste para mí?’, y al final, en una reunión, el hijo, que ya lo había estado como aceptando como padre, lo miraba a los ojos y le decía: ‘te perdono, y voy a aceptar esta relación que tenemos de padre e hijo, pero dime lo que hiciste’. Y entonces el padre, en un acto de sinceridad, le dice: ‘quemé un camión lleno de niños’. Pero el hijo, Ariel, lo perdona», explica el escritor.
Sin embargo, la novela se transformó poco a poco: «las capas de la realidad se fueron acomodando; empecé a crear una especie de Virgilio, que es La Ñañá; empecé a crear un pueblo». Así pasaron cinco años, durante los cuales Mesa reflexionó acerca de su paternidad y de lo que significaba para él. Incluso, hubo un momento en que pensó que con esta experiencia nueva en su vida, y —sobra decir transformadora— iba a escribir una auto ficción al estilo de Mi lucha, del noruego Karl Ove Knausgaard.

Pero fue al leer la quinta versión de la novela, cuando decidió crear al nieto de Servando, hijo de Ariel, que se dio cuenta de que tenía que nombrarlo como su hijo: Dante.
«Fue durísimo», explica. «Fue como meter a Dante en ese mundo. En un mundo que probablemente entienda cuando lea la novela a los 18 o a los 35 años, que la va a leer, pero en este momento era como mancillarlo sin culpa».
En su sexta versión, Que nos entierren los muertos, se llama Resurrección, y tiene guiños a la literatura y al cine: a Juan Rulfo y la oralidad en el lenguaje a Kill Bill y sus muchos muertos.
«Todo Tarantino, y sobre todo Kill Bill, tiene que ver con muchas escenas de Resurrección. Incluso la escena donde Ariel se defiende de 200 sicarios, defiende a Dante, la escribí justo a los tres días o a la semana de haber visto otra vez Kill Bill —porque la he visto muchas veces—, y ver la escena impactante donde The Bride (Uma Thurman) se enfrenta a 200 o 300 miembros del Yakuza japonés», explica Mesa.

En cuanto al lenguaje, Jaime Mesa dice que:
«Me puse a trabajar para fingir una oralidad tal como lo hacía Rulfo. Fingir que los sicarios hablan así, pero los sicarios no hablan así; un chavo como Ariel, de un pueblo, no habla así, pero entonces trabajo esta oralidad ficticia para que sea verosímil».
«Pedro Páramo y también Los recuerdos del porvenir también están muy metidos en la novela», continúa el autor. «Me urgía dialogar con esas dos novelas que son ruptura y puerta de la modernidad literaria mexicana para trabajar el tema de la violencia. Es decir, así como Rulfo cerró el tema de la Revolución, me urgía dialogar con Rulfo para cerrar con tema del narcotráfico, que ya también llegó a un momento de la exageración en que ya se escriben casi por divertimento, con puros estereotipos, y que ya son novelas de balazos, no son novelas para explorar la condición humana».
En cuanto a la pregunta de si se siente parte o no de una generación de escritores varones que han explorado el tema de las violencias en México, Mesa responde que:
«La generación inexistente es este nombre ambiguo y temporal que le puse a la generación de los escritores nacidos en los setenta, que empezamos más o menos como en 1999 a publicar mucho más, todos teníamos más o menos 30 años. Ahí, insisto que empezó la generación inexistente, que se compone más o menos de unos 200 escritores, por eso es completamente loca una idea así», dice.
«Todos escribíamos sobre temas diferentes, pero había cuatro o cinco cosas que nos hermanaban, y este es el antecedente de a lo que voy: en ese momento éramos una generación que no hablaba de lo nacional, no hablaba de las cosas que estaban ocurriendo en el país, en lo social, y preferíamos hablar de otra cosa, ya fuera asuntos del pasado, asuntos de otras latitudes, asuntos literarios, cualquier otra cosa más que de lo que estaba ocurriendo, como habían hecho las otras generaciones».
Según Mesa, esto se debía que esta generación estaba «huérfana»; no tenía padres literarios sino abuelos literarios. «Esa suerte de orfandad hizo que los escritores de esta generación nos quedáramos a vivir donde habíamos nacido, que no teníamos que ir a la Ciudad de México como antes, las otras generaciones tenían que ir para que nuestras voces se representaran: (Antonio) Ortuño estaba en Guadalajara, como sigue estando en Guadalajara; mucha gente que quedó en Veracruz, en Monterrey, en Tamaulipas, en Sonora, yo en Puebla, y todos nos conocíamos por las redes sociales y por internet», dice.
Pero, de pronto, la violencia explotó en todo el país, y no quedó una sola de esas «burbujas» en donde vivían estos escritores y «no pasaba nada».
«Si antes esa violencia lejana, que nos contaban nuestros amigos, se traducía en el estilo, en una suerte de tensión violenta en nuestra literatura, ahora es irrenunciable hablar de ello.»
«Nuestra generación tiene otras herramientas para contar de otras formas el mismo hecho; este fenómeno», dice el autor. «Yo me doy el lujo de pensar de alguna manera en Gargantúa y Pantagruel, y por supuesto en Rabelais, para exagerar la realidad; otros van a usar a cineastas, a músicos. Es decir, no solamente usamos la realidad ni la fuente de primera mano ni la nota roja para contar nuestras novelas, sino que además de eso estamos revisando el fenómeno pero tenemos tiempo, reflexión, para contar otras historias porque esas probablemente ya cansaron», concluye.
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