Por Concha Moreno
(Foto de portada: Siora Photography en Unsplash)
Confesión: crecí leyendo sólo hombres.
En mi infancia y adolescencia sucedió aquel fenómeno de mercado que fue la «literatura femenina», encabezado por Isabel Allende y Ángeles Mastretta. ¿Leerlas a ellas? También puedo darme un tiro en la panza.
Allende, Mastretta y sus seguidores me parecían horrendas, eso es lo que quiero decir. Tan cursis, tan llenas de lugares comunes… Tuve que madurar para aceptar que son muy buenas construyendo tramas y que logran conectar con los lectores de formas que los escritores «elevados» no pueden presumir. Sin embargo, sigo sin leerlas, la verdad.
Mi universo literario fue creado por los #ceñores: Mario Vargas Llosa, idolatrado por mi madre; Luis Spota, idolatrado por mi padre; James Ellroy, mi gran héroe. Cuando leí LA Confidential a los 13 años un mundo se me reveló, sobre todo un mundo de sexo sucio y policías sudorosos.

En mi estantes, pues, había sólo libros de hombres y eso me parecía bien. El amor no existe, existe el sexo. Las mujeres escriben sobre emociones y los hombres sobre ideas. Qué horror leer novelas donde la protagonista aspira a casarse. Y así todo tipo de paparruchas, pensaba.
Lo que significaba, por cierto, que yo no me sentía a gusto siendo mujer. Verán, fuera de mi mamá no tenía grandes referentes, mujeres modelo a las que admirara y quisiera. Mi mamá es una mujer sumamente inteligente y cariñosa, pero en la adolescencia me distancié de ella. Les sucede a todas las hijas, supongo. Me quedé sin heroínas.
Leía #cñores. Me pasaban por encima de la cabeza su misoginia, su machismo exhibicionista y en el caso de Spota, por ejemplo, su homofobia. Para mí ellos describían el mundo real. Tuvo que llegar otra mujer para desintoxicarme.
En la secundaria, como ya les he contado acá, tuve una muy buena maestra de español y literatura. Miss Antonia, nos hizo leer a Virginia Woolf. Y así como me sentí identificada con las novelas de Ellroy, Un cuarto propio de doña Virginia me hizo pensar —¡pensar! ¿No que las mujeres no escribían sobre ideas?— que ser mujer podía ser otra cosa. Que quizá era hora de leer a mis pares.
En segundo de secundaria me compré un libro que vi en las baratas de El rebusque. (¿Se acuerdan de El rebusque? Era un oasis de libros de saldo en el Eje Central de la Ciudad de México. Se llamaba así precisamente porque había que «rebuscarle» para encontrar joyas a 10 pesos o precios ridículos). Miedo a volar, de Erica Jong. Su descripción del sexo libre en los años 60 me enseñó algo: que una cosa es desear en la fantasía y otra, totalmente otra, encontrarse cara a cara con la fantasía. Lo que el personaje de principal de Miedo a volar describe como «el polvo sin cremalleras» era justamente lo que yo sentía sobre el sexo: ganas de que llegara un hombre bruto que sólo me tomara y me destruyera. Y cuando se da la ocasión, ¡a salir corriendo! Zacatito pa’l conejo.

Dejé de leer a puros #cñores, aunque sigo sintiendo que es poca la literatura, sobre todo en español, que logra recrear la complejidad de las formas de ser mujer sin cursilería y cierta mojigatería. Ahora me he topado con hay autoras geniales como Mariana Enriquez y Nora de la Cruz, y he descubierto a otras como Elena Garro, Jane Austen y Silvina Ocampo. Me ha servido para reencontrarme con mi feminidad.

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