La certidumbre de tu bondad

el

Por Concha Moreno

A veces lo único que de verdad se necesita es un lápiz.

Caminando por las calles de mi ciudad pienso en Virginia Woolf. Nadie paseaba como doña Virginia. Andaba por ahí y donde cualquiera (yo) veía una ciudad decadente como Londres–o la Ciudad de México en la pandemia–, ella veía una gran oportunidad de comprar un lápiz.

Un lápiz, el mundo contenido en él. Escribir es una pulsión extraña. ¿Qué nos hace pensar que alguien leerá nuestras agudas observaciones? Virginia Woolf me enseñó que seguir los impulsos de escribir, escribir, escribir es una forma de la cordura.

El 25 de enero fue el cumpleaños de doña Virginia. Yo le debo tanto.

Virgina, a los 14 años de edad. A la izquierda, su hermana Vanessa, y en el centro su media hermana Stella Duckworth

Como ya les he contado aquí, topé con Virginia Woolf en la secundaria cuando mi maestra, Miss Tony nos recetó el ensayo Un cuarto propio. No lo disfruté, no es un ensayo fácil de leer, especialmente si una es una chamaca semiferal de 13 años. Pero algo entendí: si quería dedicarme a escribir tenía que conseguirme un trabajo en cuanto fuera posible.

Todo conspira para que las mujeres no escribamos… Me pregunto si los hombres pasan por las mismas. En otro ensayo, doña Virginia dice que los escritores tienen más ventajas que las mujeres que quieren escribir. «Mientras que a los hombres que escriben el mundo les dice: ‘Escribe si quieres, me da lo mismo’, a las mujeres que escriben les dice: ‘¿Escribir? ¿Para qué quieres escribir?’ y les suelta una risotada».

Pensaba en el lápiz. Escribir para mantenerse cuerda. Algo de eso sabía Virginia. Su primera depresión sucedió cuando su madre murió. Intentó suicidarse. En aquel tiempo la melancolía y la histeria eran los males mentales más diagnosticados a las mujeres, otro modo de volverles a soltar una risotada a la cara. A Virginia la internaron.

Después de esa época difícil, Virginia se lanzó a buscar lápices por Londres. Es decir: empezó a escribir. Se mudó con sus hermanos Toby y Vanessa al barrio de Bloomsbury. Y algo sucedió.

La historia tiene modos curiosos de forjarse. Lo que en términos chilangos equivaldría a irse de roomies a la Roma se convirtió en el nacimiento de uno de los círculos intelectuales más importantes del siglo XX.

El Grupo Bloomsbury se creó alrededor de las hermanas Stephen (el nombre de nacimiento de Virginia es Adeline Virginia Stephen). Aunque no fueron universitarias, la agudeza de su mente, en especial de Virginia —aunque Vanessa también era fuera de serie; eso se puede comprobar en sus cartas— les permitía hablar de igual a igual con personas como el crítico Lytton Strachey, el economista John Maynard Keynes y el escritor E.M. Forster.

Suena todo muy intelectual y trascendente, pero en aquel tiempo, la década de los 20 y los 30 (wow, ya casi un siglo), eran solo un grupo de jovenzuelos que bebían, se besaban entre todos y le tomaban el pelo a los adultos. Les digo, era como vivir en la Roma o en la Narvarte.

A ese grupo se sumó un día un judío brillante y pobre de nombre Leonard Woolf. Se enamoró de Virginia en cuanto la vio. Uno puede imaginar que fue seducido por la mente de la escritora, pero al parecer lo que le llamó la atención fue el tamaño de sus ojos, notables desde larga distancia.

Virginia y Leonard el día de su boda

Virginia y Leonard se casaron sin gran ceremonia puesto que no eran «personas de medios». No importa, su matrimonio fue feliz desde el principio. Y hasta el final de sus días, de los días de ambos, Leonard cuidó de Virginia con un amor que pocas veces este mundo ha visto.

El lápiz, el lápiz. Virginia escribía de pie, a lápiz y luego corregía con una pluma morada. Tengo su rostro tatuado en le brazo izquierdo: es mi chamana. Hace más de 20 años fui a Londres a buscarla. Uno de esos viajes que son mejores en el recuerdo: mi hermano y yo nos peleamos más de una vez porque el quería ir de pubs y yo no bebía. Viajamos en tren a Sussex a encontrar su casa en Rodmell, Monk’s House, donde ella y Leonard fueron felices. Virginia tenía su cuarto propio, por supuesto: un cobertizo en la parte de atrás de la propiedad. Ahí fundaron Hogarth Press, la editorial clave del Grupo Bloomsbury.

Virginia y T.S. Elliot. Foto: Lady Ottoline Morrell

Fue ahí donde Virginia decidió suicidarse. En 1941, con un nuevo episodio depresivo y con la espada de Damocles de la guerra sobre su cabeza (en cualquier momento se esperaba la invasión de los nazis sobre Inglaterra), doña Virginia se tiró al río Ouse. Antes le escribió una carta a Leonard, en la que le dice una de sus frases más bellas: «Todo me ha abandonado excepto la certidumbre de tu bondad».

El lápiz. Aquí lo tengo. Me pongo a escribir. Feliz cumpleaños, Virginia.

Virginia y Leonard. Foto: Gisele Freund

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