Por Concha Moreno
Cuando fue el primer Hay Festival en México, allá por 2010, entrevisté a Javier Cercas, el autor de Soldados de Salamina. La conversación fue jalando hacia un tema interesantísimo: la Guerra Civil Española y lo que había significado en la vida del escritor.
No tengo la transcripción a la mano, así que cito de memoria lo que me dijo aquella tarde en un hotel de Zacatecas:
«La guerras las viven los abuelos, las sufren los hijos y las narran los nietos»: Javier Cercas
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La frase me pareció hermosa y muy atinada. Cercas me contaba, por ejemplo, que Guerra y Paz es una novela escrita por un nieto: Lev Tolstoi. Soldados de Salamina es también una novela de nieto, una historia que linda entre el recuerdo y la invención; una entrañable historia en la que el nieto Cercas recuerda a un soldado franquista que una vez, en un día horrendo y contra todo pronóstico, se convirtió en un héroe.


La Guerra Civil Española es un tema apasionante, un quiste que España sigue sin extirpar, apenas poniéndose de acuerdo en qué pasó y cómo se lo permitieron. Se ha escrito mucho al respecto, claro (Cercas me dijo en aquella entrevista que estaba cansado de que su Soldados… se leyera solamente como una novela de la Guerra Civil). Pero la memoria histórica enseñada en las escuelas, la recuperación de restos humanos de las fosas comunes franquistas, el saber dónde y cómo murió Federico García Lorca, por decir tres temas, siguen siendo cuasitabúes en España.

Les digo, se ha escrito mucho. Ahí donde la realidad no alcanza, la literatura subsana.
La guerra perdida, trilogía de novelas de Jordi Soler sobre su infancia, es una historia de la Guerra Civil, una historia de nieto donde las hay. Soler narra en ella la vida de su abuelo Arcadi, soldado republicano quien sobrevivió a un campo de concentración cruento en Francia y logró escapar a México por los pelos.
Las tres novelas que conforman la serie son Los rojos de ultramar, La última hora del último día y La fiesta del oso. Hace unos años había leído Los rojos de ultramar y me había quedado picada con las aventuras (y desventuras) de Arcadi, pero las otras novelas estaban agotadas, además de que mis exiguos ingresos de estudiante/reportera novata no permitían pedirlas a Amazon.
Hace unas semanas me encontré el volumen de La guerra perdida en una librería. Como ahora soy una señora con trabajo mejor pagado, me la pude permitir. Y la he pasado bomba leyendo sin parar.




Las tres novelas son una forma de recuperación de la memoria de una familia sin arraigo, trasplantada en México, nunca del todo de aquí ni de España. Soler quiere poner en orden los recuerdos de su abuelo, pero decide desistir y contar, en cambio, la historia de su infancia en La Portuguesa, la hacienda cafetalera que Arcadi fundó en su exilio en el pueblo de Galatea, Veracruz.
Soler narra su vida en la jungla veracruzana. Si la familia es de algún lugar, es de ahí: del lugar caluroso, lleno de chicharras, campamochas, cara de niños y moscos —y otros insectos con nombres cada vez más coloridos— que espantan con humos de los puros que todos fuman a todas horas. Además cruzan la narración personajes como el detestable munícipe de Galatea; el igualmente detestable padre Lupe, amigo de parranda de los comecuras exiliados españoles; el pobre Jovito, un niño al que se le salen las tripas cada vez que caga y Marianne, hija de Arcadi que se quedó estacionada en los tres años de edad después de sufrir meningitis y se convierte en el gran monstruo de la familia.
No podría hacerle justicia a La guerra perdida en esta reseña. Las páginas corren y corren y no se deja de leer. Y eso que cada página es un solo párrafo, pero, miren, no se sienten como «parrafadas» sino como conversaciones, como si estuviéramos tomando un menjul en la terraza de la casa paterna de los Soler.
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