Por Irma Gallo (Ilustración de portada: Valeria Gallo)
Debo ser una pésima feminista porque ya no estoy de acuerdo con muchas de las posturas de quienes se asumen como tales.
No creo, por ejemplo, en la exclusión de las mujeres trans sólo porque nacieron con otro sexo biológico, aquel que hemos identificado a lo largo de la historia como el del opresor.
Tampoco creo que sólo quienes tienen un cuarto propio (espacio individual y dinero suficiente) pueden emanciparse.
Estoy a favor de las luchas por la despenalización del aborto, pero me parece que no todas las mujeres tendrían porqué identificarse con ello.

Más allá de cualquier afán de corrección política (que me choca), creo que en estos tiempos asumirse feminista implica pensar en las múltiples opresiones que nos atraviesan a todas las que nos identificamos como mujeres: tengamos vulva o no, seamos racializadas o no, indígenas, de estratos económico-sociales periféricos o no, lesbianas, bisexuales, heterosexuales, ancianas, niñas, jóvenes, “de mediana edad”, escolarizadas o no. ¿Por qué? Porque el feminismo surgió como una respuesta a la opresión.
En días pasados, la discusión entre quienes piensan que los feminismos deberían acoger a las mujeres trans y lxs que están en contra de esta postura se ha radicalizado, llegando a los insultos.
Le sucedió, por ejemplo, a la editora y ensayista Ytzel Maya, que cuando tuiteó “Si tu feminismo no incluye a mujeres trans, no somos compañeras”. Le respondieron llamándola “cuida pitos”. Lxs invito a leer los tuits citados para que vean el nivel de encono.
Hace unos días, la pedagoga, escritora y performer Lía García (La novia sirena), me dijo en una entrevista que el feminismo transexcluyente las ha lastimado, a ella y a otras como ella. Lo llamó: “un feminismo que ha optado por utilizar mecanismos e ideas para excluir nuestros cuerpos y nuestras voces”.
Ayer, y al igual que lo hizo para denunciar a agresores sexuales durante el #MeTooEscritores, la colectiva feminista #MujeresJuntasMarabunta fijó también su postura en Twitter, y lo hizo en contra de la transfobia:
Hace una semana, Milenio borró un texto de su colaboradora Laurel Miranda, Gerente de SEO de ese medio y profesora de periodismo en la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la UNAM, porque denunciaba una serie de convocatorias transfóbicas de grupos radicales feministas: “Qué tan lejos hemos dejado avanzar la transfobia en México que ahora se convoca a ‘marchas feministas’ ya no para luchar a favor de los derechos de las mujeres, sino para impedir que las poblaciones trans accedan a ellos”. Afortunadamente, el texto todavía se puede leer en su blog Yo Soy Láurel:
Después de leer Las malas, novela de la argentina Camila Sosa Villada, y de las conversaciones que he tenido con ella, con la cantante Morganna Love y con la propia Lía García (La novia sirena), no me entra en la cabeza cómo puede haber un (o varios) feminismo transodiante. Me indigna y me lastima la falta de empatía hacia quienes, en su mayoría, han tenido una vida de humillaciones, acoso y violencia, por parte de otras mujeres que además enarbolan la bandera del feminismo, cuando, desde sus orígenes, en aquella primera ola de las sufragistas inglesas y norteamericanas (si contamos la historia desde la perspectiva occidental), se instituyó como una lucha por la igualdad de derechos.
Y sí, ya sé que esas sufragistas no luchaban por los derechos de las mujeres negras, por ejemplo, pero por ello con cada ola se ha ido avanzando para incluir a más y más mujeres, víctimas de distintas opresiones.
Cuando en 1928 Virginia Woolf dictó en Newnham College y Girton College, las “universidades femeninas” de la Universidad de Cambridge, las conferencias que en octubre del 1929 se publicaron bajo el título de Un cuarto propio, estaba exigiendo prerrogativas que casi un siglo después la mayoría de las mujeres seguimos sin tener: el derecho a una habitación con una puerta que se pueda cerrar para aislarse del barullo exterior y dedicarse por completo al trabajo intelectual, y una renta de 500 libras al año (hagamos las cuentas en nuestra moneda con todo y devaluaciones).

El estudio donde escribo tiene solo una puerta corrediza de plástico que hasta Chancho, mi perro, abre sin esfuerzo cada que quiere. Mi hija de 16 años me interrumpe cada que tiene una duda con la tarea o que me quiere platicar algo. También tengo que dejar la escritura cuando es la hora de preparar desayuno, comida y cena y lavar los respectivos trastes. O de revisar las tablas de Excell del trabajo que me da de comer.
En cuanto a la renta de 500 libras al año, tengo un sueldo digno, pero trabajo bajo un esquema de contratación según el cual no sé qué día del mes voy a cobrar.
Y estoy consciente de que soy de las privilegiadas, porque muchas mujeres en México ni siquiera tienen esto. En Tsunami 2 (Sexto Piso, 2020), la filósofa y narradora Dahlia de la Cerda prefiere el concepto zulo, el cual explica así: “El zulo es la antítesis del cuarto propio. Un zulo es la banca de un parque. Es la computadora prestada. Es la taza del baño y es la azotea de la casa. Un zulo es el lugar donde escriben las desposeídas”. Y más adelante cuenta que ese mismo ensayo lo escribió sentada en el tianguis donde trabajó vendiendo ropa de segunda para llegar a fin de mes, y en la ruta 2 rumbo al centro de salud mental.
¿Cuántas mujeres no escribiríamos si nos ciñiéramos estrictamente a las condiciones que predicó como indispensables Virginia? ¿Y por eso debemos dejar de admirarla y seguirla? Estoy convencida de que no. Sólo tendríamos que adaptar nuestra visión del (o los) feminismo y acuerpar a todas las que no entran en esas categorías.
Lo mismo me sucede con respecto a las luchas pro aborto. Hace unos meses conversé con la lingüista y activista Yásnaya E. Aguilar Gil acerca de los movimientos colonialistas, como ese feminismo blanco pro aborto que no toma en cuenta las luchas de las mujeres indígenas en contra de la esterilización forzada:
“En el caso del feminismo, veo que una de las demandas es la despenalización del aborto, por ejemplo. No es que estemos en contra pero en nuestra historia ha sido mucho la esterilización forzada”, me dijo en esa ocasión.
No es que no crea en el derecho a abortar; me parece que el tema ya no tendría que estarse discutiendo (y menos por varones), que desde hace años debería ser ley en todo el mundo, pero negar el hecho de que existen otras luchas por el derecho a parir y maternar cómo nos plazca me parece igual de ofensivo y absurdo.
Lo dicho: debo ser una muy muy mala feminista porque últimamente prefiero creer que debemos estar unidas para luchar contra las opresiones que nos atraviesan, no pelear unas contras otras.
El enemigo está en otra parte.

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