Por Concha Moreno. Foto de portada: Melissa Renwick—Toronto Star/Getty Images
Hace una semanas aquí en La Libreta de Irma entrevistamos a la escritora Nora de la Cruz. Me dijo algo que tuvo resonancia en mi memoria. Nora dijo que su papá le compraba libros en el súper. A mí también me compraban libros en los botaderos del súper porque era más barato y accesible que viajar de Ciudad Satélite hasta la librería Gandhi más cercana, que era la de Bellas Artes.
Muchos de los lectores de la periferia, alejados de los grandes centros urbanos, obtuvimos de los botaderos de las tiendas varios de los libros que leímos de niños y adolescentes. Desde las ediciones de los clásicos como Sandokán o Los tres mosqueteros, a drogas más duras como Carlos Castaneda o Manuel Vázquez-Montalbán (en serio, yo compré un libro de reseñas del escritor catalán en un Walmart).
Así en el súper me hice de unos de mis libros favoritos de la vida: Las correcciones, de Jonathan Franzen. La novela la quería desde que salió, pero era tan cara que no me quedaba de otra que lamer las vitrinas (como dicen los franceses cuando quieren comprar algo para lo que no les alcanza). Recuerdo que leí la reseña en Letras Libres y le rogué a mi papá que pasara por ella a una librería, sin ningún éxito. No es que mis papás fueran tacaños con la cultura, no, de hecho gastaban mucho en nuestra educación dentro y fuera de la escuela, pero pagar más $500 por una novela era realmente prohibitivo. Pues ni modo.

Pasaron un par de años. Un día fui con mi mamá a hacer el mandado a un Gigante cercano (todavía se llamaba así, ¿no es un nombre poético? El Gigante cercano) a casa y pensé que mis ojos miopes me engañaban. Pero ahí estaba en toda su gloria Las correcciones en la edición de Seix Barral, la misma que anhelaba. Me acerqué con miedo, segura de que no la podría comprar. Y que alzo la portada: ¡50 pesos! ¡50 benditos pesos! La compré y fui muy feliz.
Y luego fui todavía más feliz cuando la leí. Un tabique de más de 500 páginas me lo leí en una semana. Y no es porque yo sea una lectora veloz, no lo soy, sino porque está tan bien concebida, tan bien narrada, que uno se la ejecuta sin falla en unos días. Y se queda con ganas de más.
Franzen es uno de los autores que han hecho de su carrera la persecución de un sueño muy gringo: hacer La Gran Novela Americana, así con mayúsculas. Es un mito, eso: crear la novela que explique totalmente el experimento americano. La democracia, el Estado, la libertad, la ley, el capitalismo, la oposición a él. Todo lo que cabe en esa entelequia que es Estados Unidos, todo eso y más cosas que se me escapan.
Perseguir bestias fantásticas no solo es cosa de los magos del universo de Harry Potter, también así se ha animado la historia de la literatura estadounidense. Franzen es nuestro Herman Melville contemporáneo. Así como el autor de Moby Dick trató de capturar la odisea de atrapar aquello que los seres humanos desean y que es más grande que ellos mismos (se puede argumentar que Moby Dick es una fábula sobre el fracaso del hombre hecho a sí mismo, esa guajirez estadounidense), Franzen quiere narrar a su país en unos cuantos cientos de páginas. ¿Lo logra? Pues se acerca mucho.
¿De qué trata Las correcciones? Sin spoilers: una familia típica estadounidense que vive en una de esas ciudades anodinas del medio oeste de ese país. Una familia de clase media en todos los sentidos: promedio en sus aspiraciones, sus ingresos y sus sueños. Eso parece, pero los tres hijos, ya adultos, se adentran cada uno por su lado a las realidades nuevas de EEUU. Crecidos en un ambiente más bien pacato, poco a poco vas descubriendo que el sexo tiene miles de caras, que el fracaso puede vivirse en medio de la riqueza y que es muy fácil abusar de las posiciones de poder.
En algún momento el padre lleva a la familia a un cuasi punto de no retorno. Y es en ese momento en el que la novela se parece cada vez más a Moby Dick. En la novela de Melville, Starbuck, el segundo al mando del barco ballenero Pequod, tiene la oportunidad de salvar a la tripulación de la obsesión autodestructiva del capitán Ahab. ¿Lo hace? Chan chan chan, no se los contaré, pero Las correcciones tiene una escena que punto por punto homenajea a ese plot point de Moby Dick.
Quiero mucho a Las correcciones porque me reveló el Estados Unidos que existió justo antes del 9/11, un país deprimido que vivía entre el hedonismo y las píldoras. No es casualidad que la presentación de la novela iba a realizarse en aquella semana de ese día aciago. De pronto Las correcciones pasó de la mesa de novedades al documento antropológico.
Unos años después Franzen publicó Libertad, y es una forma de continuar con la misión de perseguir el sueño de la gran novela. Si Las correcciones es Estados Unidos antes del WTC, Libertad es lo que quedó después. Francis Scott Fitzgerald dijo alguna vez que la historias americanas no tenían segundo acto. Franzen lo desmiente: si hay un segundo acto, lo que quizá no haya es desenlace: ningún Behemoth político-económico-imperial se da por muerto, Estado Unidos no, por supuesto. Sus escritores han estado tratando de definir qué significa ser estadounidense desde hace dos siglos y medio, y todavía siguen intentándolo.

Franzen es quien más se acercado en las últimas generaciones. Más todavía que Cormac McCarthy o Joyce Carol Oates. Las novelas de Franzen, si bien convencionales, capturan el espíritu de su tiempo delicadamente, y lo hace con un sentido del humor que también es muy gringo. Estados Unidos es el país del stand-up y el sitcom: las novelas de Franzen son como un buen monólogo frente a un micrófono en un barecito por ahí perdido en la noche americana.
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