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Atrapasueños


Por Fabiola Morales Gasca (Imágenes: Valeria Gallo)

Un laberinto de símbolos… Un laberinto de tiempo invisible.

Jorge Luis Borges

Todo empezó en esa tarde lluviosa a finales de abril. Me vi obligado a protegerme de la torrencial lluvia vespertina que cayó al salir del trabajo. Lo único que hallé a mi pasó fue aquella librería de publicidad amarilla con letras moradas. Me alejé de inmediato de los best sellers que ofrecían  a la entrada. Para disimular, como muchos otros que entraron a resguardarse, empecé a ver los libros. 

Fui al fondo, al área de psicología. Fue ahí que descubrí los tomos completos de Sigmund Freud. Los admiré con parsimonia. Me pregunté cómo un hombre podía crear tantas cosas, expresarlas y escribirlas para trasformar su mundo y el de  generaciones futuras. Nada podía ser más revolucionario, pensé. No pude evitar emocionarme y comprar algunos de esos libros. Me quedé sin dinero, pero sonreí al saber que valió la pena.  

Empecé leyendo algo en apariencia sencillo: El desarrollo del niño, de ahí pasé a cosas más complejas, Totem y tabú, y quise dejar al último Psicopatología de la sociedad  y La interpretación de los sueños. En ese estricto orden. He de confesar que todo era nuevo para mí, la neurología y  psiquiatría me eran ajenas.  Fue cautivador ver caer algunas de mis ideas más obstinadas. Lo que desbordó mucho mi imaginación fue la interpretación de los sueños. Siempre había creído que estos eran premoniciones, regalos de Dios para indicarnos el camino a seguir. ¡Oh, gran desilusión!

Empecé a cambiar mis hábitos nocturnos. Di inicio a un minucioso diario. Estábamos en el caluroso mes de mayo, las sábanas se me pegaban a la piel como quimeras. A veces cuando despertaba de improviso en las noches, tomaba la libreta y escribía lo que había soñado. Empecé a entender los resortes internos de mis anhelos más escondidos. Comencé a entender cómo operaba mi inconsciente.

La mayoría de las veces me soñaba en largos laberintos que no tenían fin. Me sentía una rata de laboratorio puesta ahí por consciencias superiores. Otras veces creía que era un minotauro castigado por capricho de los dioses. Era infatigable mi caminata por callejones interminables bajo el plenilunio.

Una vez me vi caminar por pasillos de opacas paredes y llegando a una aparente abertura;  me quedaba ahí perpetuo, en un callejón sin salida alguna. Explotaba y por cada palabra de maldición que decía me iba haciendo cada vez más pequeño hasta extinguirme como partícula de arena. A veces soñaba que un sueño me llevaba a otro y ese me abría paso a otro nuevo. Cada sueño se tejía a sí mismo a una gruesa red de visiones ambulantes y de laberintos sin término. Cuando despertaba de cada uno me daba cuenta que no era el “verdadero”. Al final me di cuenta que no podía salir de mi propio laberinto existencial. 

Ilustración: © Valeria Gallo

Aquella noche de mayo, como cada noche, entraba la luz de la calle por la ventana a través de una vieja persiana bajada casi en su totalidad. En la penumbra de mi pequeña habitación, la pared antigua se llenó de largas franjas de luces de faros, automóviles desahuciados que recorrían la ciudad de madrugada. Esas franjas se colaban por cada uno de los agujeros de la persiana. Filas de luces iguales unas a otras, de arriba abajo; columnas de luz que no eran iguales de derecha a izquierda. Nítidas, endebles, aisladas. Conforme los autos avanzaban, cada franja se desplazaba y se dispersaba por las tibias paredes de mi tristeza. Como la luz, ésta se perdía en la oscuridad nocturna. Y la oscuridad me llevó a un profundo estado de adormecimiento.

¿Qué había pasado por el camino de mis infatigables somnolencias? Apenas nada, pues el laberinto celeste de aquella noche de once mayo era parte esencial de mi sueño. Me hallaba perdido dentro de él y estaba dentro de mí. Aunque tratara de huir no podía, era un abismo que no podía renunciar. Por momentos se me revelaban paredes blancas con palabras escritas en oro, en lenguajes que no entendía. Exquisitas inscripciones de lenguas ancestrales se develaban ante mis ojos. A veces los muros se transformaban en viejos periódicos o libros que leía con calma. Cada historia era sacada de las mismas entrañas de los sueños de otros hombres que caminaban en sus propios laberintos.  

Al leer cada muro sabía que se me abría una puerta a la mente de otro hombre o mujer igual a mí, con cielos e infiernos propios. Tuve gran curiosidad, así empecé a leer los muros escritos, que como espejo me revelaban historias. Observé uno de ellos, áureo como el sol, y tomé una historia, una vida. Entre en la mente de otro, de uno igual a mí. Enseguida me di cuenta que se narraba la vida de un ser abandonado, un paria que se sentía apenado por su pequeña contribución al mundo. En aquellas líneas alcancé a ver que pedía perdón por el desorden de su escritura, con la mirada expresaba que su casa era indigna de recibir cualquier visita. 

El autor también sabía que el acto de anotar era permitir a otros que leyeran su mente. Era papable el gran esfuerzo y disciplina de su escritura. Yo vi demasiado orden en su mente. Sus recuerdos los tenía bien organizados en gavetas. 

Sobre un amplio escritorio de madera tenía sus recuerdos más recientes. A la derecha se podía observar su amplia cultura. Sentí una gran envidia. Yo nunca podía ser tan ordenado con lo que he aprendido a lo largo de mi vida. En un lugar estaban las pinturas, en otro la música y otro mucho más amplio sus películas clasificadas por fechas. ¡Qué insoportable! Uno clasifica las películas por género: drama, guerra, amor, cómicas, terror pero ¿clasificarlas por fechas de vista? ¡Eso jamás!   

Auscultando en otro extremo de su escritura (y por lo tanto de su mente) se hallaban sus miedos, deseos e instintos en total desorden.  Me di cuenta que como vicio, al igual que yo,  también se extasiaba de leer libros gruesos. Eso me agradó, al menos no era un ser como todos. Lleno de preguntas sobre la personalidad de esta, en apariencia “insignificante” persona, empecé a buscar más. En la parte inferior de la vieja pared que contenía su vida, hallé un pequeño pergamino que contenía registro de sus visiones nocturnas y ¡oh! para mi sorpresa, muchos de ellos tenían que ver con interminables laberintos, a veces de árboles, a veces de libros con inscripciones extrañas!

Reconozco que fui audaz al ver su diario. Lamenté irrumpir de esa forma en su privacidad, pero ya que estaba ahí, no pude resistir la curiosidad. Vi la fecha: once de mayo del … 

Sé que al leer una pared de laberinto que me encierra significaba abrir una puerta a la mente de otro ser igual a mí, con cielos e infiernos propios. Tuve gran curiosidad, así empecé a leer muros escritos, que como espejo me revelaban historias. Observé uno de ellos y tomé una historia, una vida. Entre en la mente de otro, de uno igual. Enseguida me di cuenta que se narraba la vida de un hombre abandonado, un paría que se sentía apenado por su pequeña contribución al mundo. En aquellas líneas, alcancé a ver que pedía perdón por el desorden de su escritura, con la mirada expresaba que su casa era indigna de recibir  cualquier visita…. Sentí tristeza 

Un pedazo del pliego había sido borrado y el siguiente segmento empezaba: “Todo empezó en esa tarde lluviosa a finales de abril. Me vi obligado a protegerme de la torrencial lluvia vespertina que cayó al salir del trabajo. Lo único que hallé a mi pasó fue aquella librería.… Ya no me pregunté cómo un hombre podía escribir tantas cosas para trasformar su mundo y el de las generaciones futuras. No sentía envidia. Desde el principio he sabido que las mujeres no escribimos tanto como los hombres, pero sublevamos más…”  Me llené de espanto frente a esa casualidad deliciosa y extraordinaria. Me pregunté si leer a aquella mujer era un acto fortuito o ya estaba planeado por alguna estratégica jugada de los dioses. Caminé de regreso por mi propio laberinto en busca de aquella voz.   

Desperté del sueño que me había conducido a ese sueño. Hallé su finísima hebra con la que estaban tejidas mis imágenes nocturnas, sueños inmersos en la vastedad de la red cósmica. La vi, me vio. No desee despertar más. 

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