Por Irma Gallo
Leí por primera vez a Joyce Carol Oates (1938, Lockport, New York) en 2015. Empecé con La hija del sepulturero, cuando iba a entrevistarla en el Festival de Escritores de San Miguel de Allende, a principios de 2016.
Me atrapó su manera de narrar la sordidez y la violencia en el Estados Unidos rural de principios del siglo XX, y la resiliencia de su protagonista, una mujer llamada Rebecca Schwart (basada en su propia abuela), que se abre paso como puede en la vida, con todo en contra.
Acertadamente, Rodrigo Fresán describió a Oates como: «una especie de descendiente mutante de las hermanas Brontë». (Fresán, Rodrigo. «La hija del sepulturero, de Joyce Carol Oates, en Letras Libres. https://www.letraslibres.com/mexico-espana/libros/la-hija-del-sepulturero-joyce-carol-oates ).
Luego me seguí con Hermana mía, mi amor, en la que Oates reescribe una versión alternativa del terrible asesinato de una reina de belleza de sólo seis años de edad, JonBenét Ramsey, ocurrido a mediados de los noventa. Es la historia de una familia muy norteamericana, aparentemente «normal», cuyo mundo se despedaza a partir de un hecho trágico.

Años después intenté leer Carthage; una novela oscura sobre la desaparición de una joven en un ambiente también rural, a manos de un veterano traumatizado de la guerra en Irak, pero no sé qué pasó: no la terminé, se me perdió en una mudanza, en fin. (Pienso volver a comprarla, por supuesto).
El caso es que hace unas semanas, el escritor Luis Jorge Boone posteó en Facebook una cita de Qué fue los Mulvaney, una novela que Joyce escribió en 1996 y que Lumen publicó en enero de 2020 en español, en una «edición de lujo» por su 60 aniversario (el del el sello editorial). De inmediato decidí que tenía que tener ese libro.
Me fui corriendo a la librería en la que puedo pagar con puntos Premiere, porque me imaginé que sería caro (la mayor parte de los libros de Joyce Carol Oates tienen entre 500 y mil páginas) y, efectivamente, de esa manera me hice de mi ejemplar.

Qué fue de los Mulvaney (We Were The Mulvaney, un título mucho más adecuado, el original en inglés) ocurre entre el día de San Valentín de 1976 y el 4 de julio de 1993. En líneas generales, es la historia de una familia típicamente norteamericana que se ve enfrentada a un hecho traumático que la desgarra, y su lucha por reconstruirse, entre sentimientos de rencor y venganza.
Al poner la violación de Marianne —la única mujer de los cuatro hijos de los Mulvaney— por parte de un all american boy next door, conocido en la comunidad y compañero de Patrick, uno de los hijos de la familia, como el detonador de la anécdota, Joyce Carol Oates vuelve a uno de sus ejes temáticos: la violencia contra las mujeres. Pero no sólo la violencia física, evidente, del hecho en sí, sino todo lo que acarrea: el rechazo de los demás habitantes del pueblo hacia Marianne, y por extensión hacia el resto de los Mulvaney, y su consecuencia: la incapacidad del padre, Michael, de lidiar con el hecho.
Y es por esta incapacidad que Michael Mulvaney manda lejos de casa a su única hija, la que siempre fue su favorita, y se niega a que Marianne visite a la familia aún en fechas importantes, como Thanksgiving, cumpleaños, navidades, etcétera.
Pero es también esta incapacidad lo que lo convierte en un hombre violento, o hace resurgir la violencia que ya se encontraba en estado latente debajo de la piel del bromista, ligero, exitoso, cariñoso padre de familia, que solía ser Michael Mulvaney.

Mientras Jimmy Carter asume la presidencia de Estados Unidos, firma tratados como el del canal de Panamá o los acuerdos de paz de Camp David, y enfrenta crisis como la de los rehenes en Irán, la familia Mulvaney se desmorona. El primogénito, Michael, al que llaman «Mulo», rechaza trabajar junto a su padre en Tejados Mulvaney y se va del hogar (la granja High Point Farm en el Valle de Chautauqua, en el estado de Nueva York) para enrolarse en los Marines en cuanto puede; Patrick, el segundo hijo, un verdadero genio para la ciencia, consigue una beca en la Universidad de Cornell (que luego se encargará de autosabotear); Marianne va a dar con una tía lejana, prima de Corinne, su madre, y el único que queda en casa es Judd, el menor, que se convierte en un adolescente y luego en un hombre viendo cómo su hogar se convierte en ruinas.
Es justo Judd quien hará las veces de narrador; en otras, Oates recurre al omnisciente, por ejemplo, para contar pasajes de la vida de Marianne o de Patrick que su hermano menor no atestiguó. Tampoco es gratuito: el hijo menor es el elegido para contar la historia de la familia porque es quien se convertirá en un periodista.
Cuando se disipa el tornado de rabia, violencia, frustración e impotencia que arrastra a Michael, sólo queda un paraje árido, una fotografía de la degradación:
El otrora empresario exitoso y hombre de familia dedicado, ejemplo para su comunidad, es ahora un alcohólico que sólo puede conseguir trabajos temporales y se consume solo, en un cuartucho, después de declararse en bancarrota, vender High Point Farm muy por debajo de su valor, y separarse de Corinne, porque ya no aguanta su bondad.
Y en medio de esta devastación, una vez más, los personajes femeninos de Joyce Carol Oates son los que «sacan la casta». Son Corinne, la madre, que se ha ido a vivir con una mujer con quien ha comprado una granja y ha montado un negocio —la autora nunca nos aclara si como pareja o sólo como amigas; con audacia deja que el lector saque sus propias conclusiones— y Marianne, que se ha casado con un hombre mayor, un veterinario ejemplar que dedica su existencia a salvar animales en peligro, las únicas capaces de juntar los pedazos de lo que fueron los Mulvaney y quizá rescatarse como individuos y como familia.
No se trata de hacer spoiler, así que no diré más acerca de la trama porque esta es una novela que merece disfrutarse trago a trago, como se bebe un buen whiskey, pero sí quiero escribir de algo que me ha dejado mal sabor de boca: la traducción.
Dije en un principio que Lumen publicó Qué fue de los Mulvaney en una edición de lujo para conmemorar su 60 aniversario. Bueno, pues es una lástima que una traducción hecha al vapor —de otro modo no puedo entender la repetición de palabras, a veces en un mismo párrafo, y la proliferación de esos espantosos adverbios de modo que terminan en «mente— para alcanzar a publicarse según un plan editorial que tiene todo que ver con las exigencias del mercado, casi haga desmerecer la prosa de Oates.
La traducción del libro, impreso en Barcelona, es de Carmen Camps Monfà. No la conozco, y supongo que no es tarea fácil traducir una novela de 758 páginas y menos aún si tienes el deadline a punto de cortarte el cogote.
Pero ¡caray! una editorial con semejante prestigio, publicando a una de las más grandes escritoras norteamericanas vivas (y no voy a repetir aquí lo de «eterna candidata al Nobel» porque cada año me enojo mucho cuando me entero que otra vez no se lo han dado), y encima de todo en el marco de su aniversario, debería poner más atención a este «pequeño» detalle.
Sobre todo si el libro, en formato de papel, cuesta más de 600 pesos.
Creo que para la próxima haré como mi amiga @concepcinmoreno (Concha Moreno), y compraré los libros de Joyce Carol Oates en inglés.

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