Por Concha Moreno
Una vez leí en una novela de John Irving (creo que fue en A Prayer for Owen Meany; no sé, todas las novelas de Irving se parecen) que una cosa es leer como niños y otra como adultos. Los niños pasan páginas, quieren que la historia avance, leen como si inhalaran, por ejemplo, los libros de la serie de Percy Jackson. Aventura, eso quieren.
Los adultos leen (o deben leer) diferente, dice Irving. Se requiere cierta madurez para empezar a fijarse en asuntos como el estilo, el ritmo, las ideas, la construcción. El estilo, sobre todo: de repente te das cuenta que no es lo mismo decir las cosas de un modo que de otro. Y para eso es necesario una buena dosis de paciencia y de amor.

No sé si coincido del todo. O mejor dicho: no sé si yo leo como adulta. A mí me encanta que los libros tengan una trama compleja e ideas y estilo, sí, pero también me gusta pasar páginas como si no hubiera un mañana. Ahora, hay escritores (sobre todo europeos) complejos como Calasso, Handke o Bernhard que leo con gozo. No puedo decir que sean muy fuertes constructores de tramas a la John Grisham, pero vaya que son bellos de leer.
En algo creo que tiene razón Irving: cuando se lee como adulto se asume un responsabilidad diferente, sabrosa pero responsabilidad sin duda: la de escudriñar lo escrito, lo leído, con ojos de buen lector. Y eso a mí me pasó por primera vez a los 17 años con The Great Gatsby.
No es una gran anécdota así que los aburriré si la cuento. Solo digamos que una frase del inicio de la novela me dejó seca —y como el Universo manda acuerdos, tiene mucho que decir sobre este texto mío: «Las confesiones íntimas de la juventud son sobre todo plagios o están alteradas por supresiones obvias». Traz. Hasta entonces cuando leía jamás me había detenido en un modo de decir las cosas. O al menos no me enteraba de ello.

Así que debo decir que Fitzgerald me enseñó a leer como adulta. Es cierto que crecí leyendo a puro gringo. Mejor decirlo con sus letras: crecí leyendo a puro hombre blanco gringo. Desde niña tengo una mente colonizada por el Imperio, pero a partir de mi lectura de Gatsby eso se convirtió para mí un pendón: voy a leer puro gringo.
Si uno se pone a pensar en los géneros musicales nacidos en Estados Unidos —el blues, el jazz, la música country, el folk, el rock, el rap— todos son narrativos. A los gringos les encanta irse descifrando a sí mismos en voz alta. Y como dijo Ibargüengoitia: Estados Unidos es el país donde todo mundo ha escrito una novela. ¿Por qué los gringos tienen esa pulsión por la novela? No digo que no se les dé el cuento, la crónica o el ensayo, pero lo suyo es la novela gorda y con la que el lector viaja, sobaqueada, a todas partes.
Y eso. Leo casi puro gringo. Les tengo poca paciencia a los autores hispanoamericanos. Los estadounidenses juntan lo mejor de los dos extremos en la teoría de la lectura de Irving: tienen tramas sólidas y los grandes tienen un estilo pulido, unas ideas profundas, temas personales y universales y están llenas de ternura y violencia.

Depende, por supuesto, el autor y la época. Cuando en una clase de la prepa nos pusieron de tarea leer The Sound and the Fury, de William Faulkner, les juro que sangraba por los ojos. No es que el libro me parezca malo, no diré eso —tuve buen maestro en ese curso y en esa clase aprendí a leer el famoso estilo de hilo de conciencia, pero vaya que es complicado leer a Faulkner. Si me preguntan qué prefiero, si leer todo Faulkner o todo Stephen King, creo que me decantaría por King. Soy pusilánime, ya ven.
(Hago un aparte para decir que de Faulkner me gustan sus cuentos. Las novelas son como charlar con el tío borracho que va en el asiento copiloto en un viaje de carretera. Por supuesto que Faulkner escribía ebrio. Se podría hacer toda una conferencia sobre el alcoholismo y la literatura estadounidenses: Poe, Fitzgerald, Hemingway, Faulkner, McCullers, Cheever, Bukowski, Carver).
En fin, les decía que leo puro gringo. Bueno, eso es una exageración: también leo ingleses.

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