Por Irma Gallo
Foto de portada: Delphine de Vigan. ©pokaa.fr
Los libros, como las personas, se cruzan en nuestros caminos por un motivo. A veces los buscamos por un interés en particular; otras, simplemente aparecen y no sabemos porqué hasta que días, meses, años después, tal vez, damos con la causa de esa irrupción.
Espero no haberme enredado mucho (y conmigo a ti, lectora, lector). Quise hacer una breve introducción de cómo Delphine de Vigan (Boulogne-Billancourt, 1966), y en específico su novela Nada se opone a la noche («Compactos 50». Anagrama, 2019), se cruzó en mi camino.
Digamos que fue de los dos modos: primero irrumpió como una mención un tanto deprisa, cuando Guadalupe Nettel, en la conversación que tuvo con Mariana Enriquez para presentar su novela La hija única (Anagrama 2020), dijo algo así como que el libro de Delphine de Vigan le había servido de inspiración.

Meses después, atorada en la tarea de hacer creíble una característica definitoria de uno de los personajes de la novela que estoy escribiendo, me puse a buscar, ya con todo el interés en particular, Nada se opone a la noche. Debo decir que además de que, en efecto, sirvió para el propósito original por el cual la compré y la leí, superó con mucho mis expectativas. Se convirtió en una de esas lecturas a las que —como diría Ítalo Calvino sobre los clásicos— pienso volver en la madurez. Bueno, en la más madurez, porque jovencita precisamente no soy.
No se asusten: no los voy a aburrir con detalles de mi novela todavía no publicada —que espero que algún día no muy lejano encuentre casa editorial, pero ése es otro tema. A nadie le importa lo que todavía no es. Menos cuando hablamos de libros. Y menos aún cuando cada año se publican ¿miles? ¿millones? de títulos mediocres, pésimos, medianos, buenos y muy, pero muy pocos que vale la pena comentar. Y como Nada se opone a la noche sí lo vale, mejor me pongo a ello, antes de que tú, lector, lectora, abandones la lectura de este, tu modesto blog literario.

La anécdota de Nada se opone a la noche se podría narrar, sencilla y linealmente, de la siguiente manera: una mujer adulta (la propia Delphine) descubre a su madre muerta en su departamento, en su cama, después de un par de días de no saber de ella —no respondía el teléfono, no había ido a trabajar.
A partir de este macabro descubrimiento, Delphine (personaje y escritora) comienza(n) una indagación en el pasado de su madre para intentar encontrarle sentido, por supuesto, pero también, sobre todo, para acallar esas voces que le gritan que pudo haberlo evitado. Sí, porque Lucile se suicidó.
De Vigan alterna, entonces, el testimonio, la crónica y la ficción para reconstruir y explicarse la historia de su madre. Desde la niña que era elegida para actuar en comerciales de televisión, por su belleza y encanto, hasta la adolescente que se casó con un hombre al que conocía poco porque estaba embarazada (de la propia Delphine), y por supuesto las distintas etapas de sus derrumbes emocionales, que se convertirían, al paso de los años, en episodios psicóticos de los que cada vez le era más difícil regresar.
Valiéndose de entrevistas a sus tíos sobrevivientes —en la familia de Lucile, cuyos padres, Georges y Liane tuvieron ocho hijos y adoptaron uno, tres varones murieron a edades tempranas— y de las cintas de audio que, a manera de diario, grabó su abuelo Georges durante años, la autora reconstruye, por medio de la ficción, los años de la infancia, la adolescencia y la primera juventud de su madre, cuando todo parecía luminoso y, excepto las tragedias de las muertes de sus hermanos Antonin y Milo (el adoptivo) en peculiares accidentes, nada haría pensar que su psique pudiera quebrarse.
Sin embargo, conforme la escritora e hija avanza en la indagación de la vida de su madre, encontrará un secreto oscuro, del que nadie (ni siquiera la propia Lucile, en su momento) quiere hablar. Una de esas ratas muertas que algunas familias guardan en el armario, y que a pesar de que apestan toda la casa, siguen negando que están ahi.

La indagación y la escritura de lo que desencadenó la enfermedad mental de su madre —que de Vigan tiene a bien no llamar con todas sus letras, es decir, por su nombre clínico— es, sin duda, un proceso doloroso para ella. A menudo, la culpa de haber podido evitar su suicidio se hace una con la de estar escribiendo una historia que no le pertenece, que sólo puede terminar de «ensuciar» la memoria de Lucile, de sus hermanos que aún viven, y de su propia hermana, Manon, a quien le tocó vivir en carne propia (nunca mejor dicho, pero no quiero spoilear por qué, así que lean la novela) el primer episodio psicótico de su madre, el 31 de enero de 1980.
Porque la historia de cómo Lucile fue cayendo en eso que englobamos genérica e irresponsablemente con el término de «locura», cruza con la de su hermano Milo, que se suicidó a los 28 años de un tiro en la cabeza; con la de su padre Georges, que podía ser el hombre más amable con los extraños pero el más cruel con sus hijos; con la de Manon, la hermana menor de Delphine, quien en varias ocasiones regresó a vivir con su madre para cuidarla, a pesar de que sabía perfectamente a lo que se arriesgaba; con las de Justine y Violette, las hermanas pequeñas de Lucile, quien junto con sus sobrinas, Delphine y Manon, tenían que idear estrategias para volver a internarla en un sanatorio mental después de cada crisis.
Son quizás esta culpa y este dolor los que inspiran a Delphine de Vigan a escribir también acerca de las partes luminosas de su madre, de los momentos de lucidez y de calma, de lo mucho que luchaba por mantener a raya a esos demonios que se empeñaban en romperle la vida, y de paso a sus hijas y a sus hermanas.
Luchaba por ofrecernos su lado menos estropeado, el menos cansado, luchaba por permanecer en vida. Por nosotras, Lucile se levantaba, se vestía, se maquillaba. Por nosotras, salía a comprar pasteles los domingos a mediodía.
Delphine de Vigan. Nada se opone a la noche
Lucile y la escritura, Lucile y la pintura. Lucile, ya abuela de los hijos de Delphine y luego de los de Manon, cariñosa, atenta y preocupada —»como nunca lo fue con nosotras», se le escapa un reclamo a Delphine—; Lucile, la que estudió una carrera técnica de asistente social, ya en la edad madura y con todo en contra, para ser capaz de proveerse a sí misma.
Ingenuamente, llegué a la lectura de Nada se opone a la noche con el objetivo de que me «enseñara» algo que pudiera servirle a mi personaje. Gracias a la descarnada escritura de Delphine de Vigan, tengo ahora algunos elementos valiosísimos para apuntalarlo. Pero, sobre todo —y creo que esto es lo más importante—, me recordó que hay que escribir desde la entraña, enfrentando a los fantasmas que habitan en ese pasado que compartimos con los que más queremos, y quizá también a la vergüenza, con las armas de la honestidad, la congruencia y, por supuesto, la creatividad.
La escritura es impotente. Como mucho permite plantear preguntas e interrogar la memoria.
Delphine de Vigan