Roald Dahl, o de la adversidad como aventura


Por Concha Moreno

Cada vez que me acuerdo de mi días de infancia, me pienso con un librito. Nada especial, tal vez alguno que tomé prestado del librero de mi papá, tal vez uno de Las gemelas de Sweet Valley (una serie que vendían en el súper).

Un día, creo que fue en un Gigante, descubrí a Roald Dahl. Era uno de sus libros de poesía: Cuentos en verso para niños perversos. Creo que puedo comparar descubrir a Dahl con la vez que leí por primera vez a Ibargüengoitia: me di cuenta de que los libros podían ser chistosos. No solo entretenidos: chistosos sin pudor, que uno puede agarrarlos para reírse. Y lo difícil que es eso, ¿no? Los lectores y los escritores solemos tratarnos unos a otros con mucha seriedad porque el contrato de la lectura es así, pensamos que leer es un asunto solemne. Niguas. Leer puede ser de risa desmecatada.

A Roald Dahl lo quiero mucho desde que leí aquel libro en los saldos del Gigante de avenida Lomas Verdes. Me hubiera gustado robármelo, pero aparte de todo también soy cobarde. Me lo compré algunos años después, pero la impresión que me dejó aquella lectura en la salchichonería de Cuentos en verso… siempre ha sido de lo más indeleble.

¿A dónde iba yo? Pues sí, esto: si nunca han leído a Dahl, por supuesto que sus libros para niños son geniales: desde Matilda hasta Dany, el campeón del mundo; de El gigante bonachón a El fantástico Súperzorro. Mi favorita: Los cretinos, un par de ancianitos malvados que se la pasan haciéndose, claro, maldades uno al otro y a cualquiera que tenga la mala suerte de toparse con ellos. Una carcajada tras otra. El tío Roald, el tío que hace reír sin necesidad de estar borracho.

Pero si de verdad nunca han leído a Dahl y quieren trincarle el diente, búsquense sus dos libros autobiográficos: Boy y Volando solo. Lo mejor de Dahl es su capacidad de narrar aventuras. En uno de sus cuentos, el protagonista dice que si todo se transforma en un juego, no hay manera de aburrirse en la vida. Y sí, yo creo que esa era la filosofía de escritura de Dahl: convertir todo en juegos. En estas memorias cuenta su infancia, su época de escolar en un internado, su años en África y después su participación en la Segunda Guerra Mundial como piloto de la Royal Air Force.

Pero si piensan que son las memorias que ya se saben de un inglés rico que estudió en escuelas exclusivas y vivió en los manteles largos del Imperio Británico (o lo que quedaba de él): no. Dahl narra su vida sin quejarse nunca ni ser vanidoso, lo cual es uno de esos logros literarios que se agradecen mucho aunque se celebren poco en las reseñas. Su infancia fue divertida, afortunada y llena de peripecias. Ahí donde una persona cualquiera habría visto el aburrimiento de la vida cotidiana, Dahl encuentra correrías memorables.

Boy y Volando solo están llenos de esas escenas sencillas. En Boy narra cómo, en el internado, los alumnos mayores mandaban a los chicos a entibiar los WC en invierno: un novato tenía que sentarse en el retrete para dejárselo calientito al veterano. En Volando solo habla de ese tipo de ingleses que existían todavía en la década del 40: los hijos del imperialismo inglés, hombres (casi siempre) dispuestos a apropiarse de lo que sea, crueles y enérgicos, coloradotes por el sol, hechos para el movimiento, como si estar en su cuerpo fuera un placer de dioses.

Un día, Dahl tuvo un serio accidente en su avión de guerra. Perdió del rumbo y a punto estuvo de morir. Pasó meses en un hospital. ¿Se queja? Nunca. El escritor que nacía en él habla de sus relaciones con las enfermeras o con los compañeros de galpón. Está atento a todo y encuentra historias en cada rincón. Dahl, el maestro de contar la adversidad como aventura.

Es posible, todo hay que decirlo, que Dahl fuera un HDSPM. Sí, no me sorprende un chisme que Salman Rushdie narra en Joseph Anton, sus memorias. Dice Rushdie que una amiga suya salió con el tío Roald. Ya cuando la cita había terminado, sin nada de éxito, Dahl que se le metió al departamento y se le desnudó en el acto. Bueno, un patán. Además, también era antisemita y anduvo de espía por ahí para la CIA.

Pero a mí todo eso me resulta su adorable en su imperfección. Dahl como uno de los pícaros de su literatura, alguien que quizá no merezca salirse con la suya pero que lo logra porque es ingenioso y osado. La Providencia, dicen, está con los atrevidos. Y si además tienen mérito de contar su vida sin autocomplacencia sino con una fruición seductora, nos encontramos con grandes artistas.

Ni duda me cabe: Roadl Dahl, fantástico bastardo.

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