Por Concha Moreno
Ser periodista, con sus matices, no es fácil. Hay un montón de reglas no escritas sobre cómo hacer el trabajo, cómo hacer oficio. Para los que no fuimos a la escuela de periodismo es todavía más esotérico cuando los reporteros curtidos empiezan a hablar de «instinto», «ángulo», «enfoque». Texto a tiempo mata texto bonito, por ejemplo, es una regla que se aprende ya cuando está uno en la redacción y tiene un editor con úlcera hiatal encima.
Quizá la parte más elusiva de este trabajo es la ética. ¿Qué es hacer periodismo bueno, qué es ser veraz, cómo hacerle justicia al objeto de nuestras notas?
La cita citable del santón Ryszard Kapuscinski es que los cínicos no sirven para este oficio.
Estoy de acuerdo, los periodistas que saben maravillarse ante cada suceso, a los que les brilla los ojos cuando tienen que hacer guardia de madrugada afuera de una fuente, que atacan con la pregunta correcta, precisa, al poder, son periodistas irremplazables. De ellos se nutren las buenas redacciones.

Pero si en algo no estoy de acuerdo con Kapu es que el periodismo no es una forma del heroísmo. Los periodistas no tenemos que ser héroes de folletín para hacer nuestro trabajo. Ni siquiera tenemos que ser buenas personas. Tenemos, pues, que tener una buena cantidad de estómago, riñón y mala leche para hacerle justicia a nuestra chamba diaria. Esa es la ética del periodismo: prestamos un servicio público, sí, y este servicio se otorga sin narcisismos. Aunque un periodista utilice la primera persona tiene que entender que la historia es para el lector. Hacer un buen trabajo periodístico es siempre una misión imperfecta: no hay manera de ser objetivo, pero tampoco hay que huir de la veracidad. Los datos bien reporteados y las preguntas bien hechas son nuestros salvavidas y saber cómo hacer eso es la verdadera ética del periodismo.
No ser un héroe, no querer salvar a nadie. Investigar, escribir cortando hasta el hueso, ser metiche… Aprender todo eso solo se logra sobre la marcha. Nadie lo ha explicado mejor que Janet Malcolm, reportera, ensayista, biógrafa ajena a la lisonja.
Malcolm escribió un potente librito llamado The Journalist and the Murderer en el que establece un credo que comparto: lo que un periodista, uno bueno, hace es moralmente cuestionable. Para contar una historia veraz tiene que ganarse la confianza del protagonista de la nota, sacarle buenas respuestas, forjar con ellos una amistad efímera… para después traicionar esa confianza, esa amistad postiza, contándolo todo en el texto. Que las confidencias de esos «amigos» se conviertan en grandes cabezales de primera plana: esa la ambición sincera del reportero. Lo demás son bateas de babas. Autoengaño.

Malcolm murió esta semana y la estela de enseñanzas que dejó es larga. Cuando escribió y publicó The Journalist and the Murderer, hace 32 años, sus ideas resultaron controversiales. ¡Cómo! ¿Entonces el periodismo es una suerte de hipocresía? No exactamente, es más bien una forma de la duda eterna. Uno finge que cree ciertas cosas y que le va a «echar la mano» al personaje de la nota (sobre todo si se trata de alguien metido en un brete que se vuelve asunto público) cuando en realidad va a contar la historia de maneras que no son ni halagadoras ni lindas. Muy probablemente el retrato no va a ser del gusto del protagonista. No importa, no se hace uno periodista para tener muchos amigos famosos.
En su colección de ensayos Nobody’s Looking At You, Malcolm escribe sobre Jon Stewart, uno de las figuras más carismáticas de los medios de la izquierda estadounidense, como un embaucador. El artículo, llamado ‘Comedy Central At the Mall’, Malcolm usa toda su agudeza y mala onda para demostrar que la izquierda gringa está fuera de contacto con la realidad cotidiana de su país. Piensan que ser ingeniosos y juntarse con gente que piensa lo mismo, que un programa de televisión restringida (donde se daba el Daily Show, el programa de noticias y sátira política de Stewart) les da la superioridad moral sobre el partido republicano. Y, dice Malcolm, he ahí la falla fatal de los demócratas. No entienden que la derecha ha de morir por sus propias armas y autocuchilladas en la espalda, como sucedió con Donald Trump.

Todas estas ideas son controversiales. Malcolm nunca le tuvo miedo a los temas difíciles ni a los impopulares. En The Silent Woman tiene la audacia de desmitificar a una de las autoras más queridas de las letras del siglo XX, Sylvia Plath. Plath, en la pluma y el trabajo de reporteo de Malcolm, no es la mariposa con las alas rotas que sus fans suelen amar, no. A través de entrevistas e investigación, la periodista retrata a Plath como una mujer ambiciosa y manipuladora que estaba muy consciente de su legado histórico, una ególatra. No hay mucha ternura en el retrato. Y estoy completamente segura de que Malcolm no sintió ningún remordimiento al respecto.
Lo que quiero decir es que para contar una historia periodística el periodista debe renunciar a hacerle al bueno y al paladín de la justicia y basarse en lo que los datos dicen, dejarse guiar por el reporteo y una mirada transversal. Solo así realmente el periodismo puede servir para algo más que para ser una diversión mediocre. No me trago todo lo que escribió Janet Malcolm, pero sí esto: un buen periodista es incómodo. Esa incomodidad es su combustible y es el único modo en que puede aspirar a aproximarse a la verdad.
Salud, Mrs. Malcolm. Espero que allá donde esté le haga la vida difícil a los demás.

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