Hubo una vez un balón


Por Concha Moreno

Desolada. Así me siento esta mañana de domingo. ¿Qué es el domingo sino el día de ver futbol, de recuperar la infancia? Hemos perdido con Japón en un partido de madrugada que me levanté a ver con mi mamá. Mi madre y yo tenemos un entusiasmo infantil por el futbol: mientras que mi papá (como todos los papás futboleros) se cree director técnico y hace unos corajes que remata con palabrotas, mi mamá y yo nos divertimos echando porras y comentando el puntacho. Nos reímos, cantamos los goles, les ponemos apodos a los jugadores. Les digo, somos una villamelonas.

Pero hoy México cayó derrotado y mi corazón está pesado. Japón es nuestro coco, nos han ganado en varias ocasiones. Los japoneses jugaron como en el anime de Oliver Atton y compañía: cubrían toda la cancha, llegaban solos a la portería, sacaron a México de la tan mentada zona de confort (cómo no amar la zona de confort, viva el confort). Corrieron los de Japón todo el partido, impresionantes en su felicidad de estar en un campo de juego, enérgicos y elegantes, como si llevar el jersey azul de su equipo fuera ir de etiqueta. No cometieron errores mentales, los que sí les sucedió al equipo mexicano. No sé exactamente cuál será la filosofía futbolística —existe, en serio— de los japoneses, pero dicen los que saben que su fortaleza es que no se quedan cavilando en sus errores ni celebrando de más sus aciertos, sino que siempre piensan en la jugada que sigue. Malditos samuráis del futbol (y de la canción).

A pesar de que el deporte oficial de mi familia es el futbol americano, el soccer, como le decimos en casa (finalmente somos un satelucos agringados) fue nuestro placer de la niñez.

Cuando era niña jugaba futbol con mis hermanos. Éramos un equipo de tres. En mi infancia, entre los años ochenta y los noventa, todavía no era bien visto que las niñas corriéramos detrás del balón, pero eso poco nos importaba. En nuestro patio practicábamos estrategias con las que luego dominábamos en la calle. mi hermano Juan era el atacante y Paco era el estratega, el creativo. Yo era la portera y aunque eso parecería humillación, la verdad es que yo la pasaba rebién. Era la ruda del equipo, me encantaba tirar caballazos contra los atacantes cuando nos disputábamos la pelota. Sí, éramos los duros de la cuadra, mis hermanos y yo.

Hubo una vez un balón. Era hermoso. Nuestro papá llegó una tarde de 1990 con él: era el Etrusco, la pelota oficial del Mundial de Italia, un Mundial que recuerdo poco porque yo tenía 6 años y México no jugó. Recuerdo poco el torneo, sí, pero el balón quedará por siempre en mi memoria. Fue el protagonista de una venganza contra mi hermano mayor, que lo amaba con una ternura muy impropia de un primogénito. Lo pinté de rojo con un plumón, sí, al Etrusco. Le rompí el alma a mi hermano, pero también a mi papá que quería conservarlo como el primer recuerdo mundialista de sus tres hijos. Nunca subestimen a una niña con mal carácter.

Mi corazón pesa. México se juega la vida contra Sudáfrica para pasar a la siguiente ronda de los Juegos Olímpicos. Tanta esperanza puesta en ese equipo de once niños que salen al campo con la aspiración de todo un país que se levanta temprano para verlos. Verlos, sí, una acción más bien inactiva, pero llena de energía eléctrica. Cargan los niños del Jimmy Lozano el peso de ir por la medalla de oro, como la histórica selección de Londres 2012.

Juan Villoro. Foto © Irma Gallo

Quisiera ser elocuente como Nick Hornby, Juan Villoro, Mónica Maristain o Martín Caparrós para hablar de futbol, pero les digo que yo soy una villamelona. No analizo más allá del gol, lo que me importa es que mi equipo anote muchos goles y festejar la victoria . El gol es el mejor estratega, alguna vez escuché a mi papá decir aquella máxima que creo que es una pieza de sabiduría del comentarista legendario Fernando Marcos. Para mí el gol es lo único, el encuentro solo tiene sentido si hay goles. Hay empates a cero que son memorables, lo sé, pero un buen juego es aquel en el que hay goles, amonestados, un expulsado por bando y de preferencia tiempos extras. Sí, más futbol, drama y gritos ahogados hasta que por fin llega el momento de cantar todos juntos el triunfo.

En fin, hoy es un día en el que hemos perdido. Pero no lloremos. Ganamos, perdimos: igual nos divertimos. Nadie ha muerto y nadie se ha hecho daño. Que corra la bola.

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