Por Concha Moreno (Foto de portada Alejandra López. La Nota Tucumán)
Estoy es muy local, pero tengo que decirlo porque es importante para describir mi experiencia con el nuevo libro de Leila Guerriero. El 7 de septiembre en la noche hubo un temblor de la Ciudad de México. Sonó la alarma sísmica y todo, fue un terror. ¿Qué tiene septiembre con nosotros los chilangos? Misterio.
Esa noche yo estaba leyendo La otra guerra, de Leila Guerriero. Bueno, pues no me di cuenta de que estaba temblando. Absorta en la lectura de la crónica, mi mamá tuvo que convencerme de que saliera de la casa. Salí por piernas cuando el temblor se puso bueno, pero en las manos llevaba mi libro: sin brasier y en fachas de dormir, pero nunca sin saber que sucede en el próximo capítulo.
Espero que con lo anterior se entienda que La otra guerra es un libro apasionante. Parte de la nueva colección de los Nuevos Cuadernos Anagrama, un conjunto de textos breves, Guerriero hace lo que sabe hacer mejor: crónica incómoda. Incómoda para el poder: para nosotros los lectores es un deleite.

Guerra de las Malvinas. Para el mundo fue una guerrita miniatura entre una potencia europea y una país latinoamericano cuya dictadura daba estertores. A los que nacimos en los años 80 fuera de Argentina ni siquiera se nos cuenta en la clase historia contemporánea de la prepa. Yo conozco la historia por «Shipbuilding», canción tristísima de Elvis Costello que habla de que esa «guerra en miniatura» también les pegó a los ingleses. Un capítulo triste, escondido atrás del escritorio, una guerra de milicos y burócratas donde, como en todas las guerras, los que murieron fueron muy jóvenes y muy pobres.
Guerriero comienza su relato con una ironía: el 31 de marzo las calles de Buenos Aires se llenaron de gritos: «¡Galtieri hijo de puta!», a propósito del dictador Leopoldo Fortunato Galtieri. La gente pedía su cabeza. Bueno, dos días después esas mismas calles se alterarían con gritos de otros tipos: «¡Viva nuestra Marina!», «¡Galtieri, Galtieri!».
¿Por qué el cambio en el espíritu de los argentinos? La guerra. Como escribió Thomas Hobbes, nada une como el miedo a un enemigo común. O la ojeriza, podemos agregar, sea esta histórica o inventada en laboratorio.
La Guerra de las Malvinas comenzó aquel 2 de abril de 1982 cuando a la dictadura argentina le pareció buena idea invadir ese archipiélago en medio del mar, inhóspito y seco, que Argentina asegura que es parte de su territorio soberano, e Inglaterra llama las Falklands y las considera suyas. ¿Qué había en las Malvinas? Nada, solo ánimos de darle fuerza a la dictadura de Galtieri a través de una guerra que resultara popular.

La historia es breve. La guerra duró algunas semanas y Argentina salió perdedora. Pero Guerriero no quiso contar las historia de la guerra, sino de los desafortunados que allí cayeron.
El asunto es que a varios de los jóvenes argentinos que en esa guerra murieron ahí los dejaron tirados en el campo de batalla, como extrañas frutas para ser destruidas por los elementos. Y a las familias no les avisaron. Una hijodeputez, sí, de un gobierno hecho a base de ellas.
Entra en escena el comandante Geoffrey Cardozo. Militar del lado inglés, Cardozo fue comisionado para que recogiera los cadáveres argentinos y los enterrara. Cardozo hizo un trabajo prolijo, con localización de cada cadáver, juntando todos los datos posibles para identificar a los muertos. Entregó un cuidadoso reporte. Vamos, solo era cosa de que los argentinos se apersonaran en las Malvinas y reclamaran a sus caídos. No, no lo hicieron.
La otra guerra es la historia de las familias que tratan de recuperar o al menos identificar a sus muchachos; la historia de un acto de justicia. Parecería que todo sería muy fácil, que para 2017, años en que se ubica la crónica, las heridas hubieran cerrado y que algo tan noble como reconocer a esos soldados que no deberían ser desconocidos fuera reintegrados a sus familias.
Pues no, no fue nada fácil, porque había mala sangre. La inercia histórica de esa guerra seguía empujando al país. No, que no sacaran a los cuerpos de las Malvinas, que son nuestras, ¡nuestras! No, que yo me conformo con que esté ahí, donde él decidió morir. No, no doy la muestra de ADN, dejen de meterse con mi familia, eso ya quedó en el pasado.
La crónica tiene un gran final y no lo rebelaré. Pero es una crónica que va más allá de solo ser una persecución por el desenlace. Es una prueba de lo intricada que es la historia y la política de Argentina, sobre todo para quienes miramos de afuera.
