Aquelarre


Por Fabiola Morales Gasca (Foto de portada: Marek Piwnicki for Unsplah)

Sara camina por las calles amplias de la ciudad. El tráfico engulle hasta el ánimo de los somnolientos habitantes. Aunque está acostumbrada al ajetreo cotidiano, ella avanza aprisa entre los transeúntes para llegar temprano a la oficina. El canto de los pájaros son apenas susurros que le ofrecen una música de fondo relajante que se dispersa al entrar al edificio. Llega recién bañada, con fresco optimismo antes de las ocho. Se uniforma las sensaciones. Mientras checa la tarjeta hace unas cuantas bromas que intentan borrar el ajetreo de los otros compañeros. Ha descubierto que la amabilidad es buen escudo ante la indiferencia. Recuerda que el ritmo de la oficina está dedicado a los otros, siempre a los otros, la mayoría varones. A lo largo del día el entusiasmo se le acaba como una paleta de hielo expuesta al sol del mediodía, siente como las palabras y miradas hostiles se le enredan en la existencia para ahorcarla en la inagotable monotonía.

Es inevitable la mirada de los compañeros de trabajo y sus ásperas órdenes: —¡Sara trae la correspondencia! ¡Prepara café! ¡Sara limpia bien la mesa de juntas! ¡Rápido! ¡De prisa, de prisa! — es una frase que no demora ni siquiera en su pronunciación. Está harta de ser la señora de la limpieza, de levantar basura de cestos, recoger papeles, limpiar con productos químicos los laminados y las maderas sintéticas de muebles desgastados; está cansada de ver en la mirada de los oficinistas la tristeza; a veces cae en la tentación de pasar un trapo con cloro para limpiar las ilusiones de los otros.

Foto: @aedrian for Unsplash

Dicha idea se le desvanece cuando entra el señor Clemente ordenándole –casi gritando– que limpie su escritorio metálico y la silla de piel. Aunque la puerta esté cerrada se escuchan los gritos hacia la secretaria. Todos saben que han sido semanas difíciles de venta. Observa desde lejos que ante las órdenes del obsceno jefe una temblorosa señorita Andrea tiembla y realiza el envío de correos electrónicos atrasados a las demás compañías y solicita que actualicen precios de los productos. La contadora Karla se ve contrariada porque llegaron facturas atrasadas del mes, los archivos no se han actualizado y hay pendientes cuentas a pagar, atrasando el trabajo de los demás departamentos.

De la recepcionista Judith mejor ni hablar, desde que terminó con su novio hace dos  semanas anda de un humor del diablo, atiende el teléfono y respondes los reclamos de mala forma, le cuesta enlazar las llamadas y organizar las salas de conferencias, y ni siquiera distribuye bien el correo de la compañía y ahora ella se carga del trabajo mal realizado de la ella. Olvidan que Sara es la señora de la limpieza y casi siempre hace las labores de otros por el mismo sueldo. Don Clemente rara vez le paga horas extras.

Julieta y Elizabeth, las chicas de recursos humanos atienden constantemente una larga fila de mujeres que reclutan en la gran empresa. Reciben a las  jóvenes más brillantes y bellas. Sara siempre está ahí cuando les dan el curso de capacitación, recibe sus abrigos y bolsas, les prepara el café, otorga galletas y presta lapiceros azules y libretas a las que no llevan, mientras les dicta el taller la elegante maestra. Por desgracias muchas de ellas se irán antes del mes al ser acosadas no sólo por su jefe sino por los insistentes compañeros.

Antes de las cuatro de la tarde todas están molidas y extenuadas del trabajo, corren a los cajones del estacionamiento y a la parada cercana para tomar el autobús rumbo a casa. Nada como ir lo más lejos del agobiante trabajo. Se dispone a marcharse para preparar la comida de su numerosa familia pero una voz la detiene. La orden de don Clemente resuena: —Sara limpie usted bien mi oficina y pase el trapeador donde se le cayó el café ¡Vamos vieja bruja, hágalo rápido antes de irse! — Ella no se atreve a mirar a la cara malhumorada del jefe, sólo acierta a inclinar aún más la cabeza y a moverla de forma afirmativa. La oficina se vacía antes de las cinco. A Sara se le ha hecho tarde. Otra vez sus hijos se quedarán sin comer hasta que llegue.  No será la primera vez que le sucede que una orden le atrase.

Cierra la puerta con sorprendente velocidad, no sin antes pasar la escoba y el desinfectante en recepción. Está cansada. Vuela. Ese día tan especial regresará a las once para abrir de nuevo. Cada mujer de la empresa llevará un vestido majestuoso, será recibida y llevada al lado sur de la fábrica que muy pocos conocen. Cada una sonreirá provocadoramente, conocedora de su propia belleza hecha crimen. Plantadas ahí, en medio de la oscuridad sutil iluminada por luna, repetirán oraciones tan antiguas como la misma tierra y un calor dentro de cada cuerpo las embriagará para desvestirse lentamente. El olor nauseabundo de azufre y otros extraños líquidos no las detendrá y las excitará. Julieta, Andrea, Karla, Judith y Elizabeth al lado de otras siete chicas, mujeres que han resistido a insinuaciones y el asedio persistente de sus compañeros, bailarán al unísono formando un círculo.

Foto: Stephen Leonardi. Unsplash

Todos sabemos que desde los tiempos de la inquisición “No hay nada tan peligroso como una mujer que baila” y para las oficinistas reprendidas esto es sólo una defensa. El aquelarre es única arma de rebeldía donde la lúgubre mirada del otro, aquel ser masculino invasor, se desbarata ante el temor para que las dejen en paz. El macho cabrío se sienta a observar y las oraciones se intensificaran para proceder a la verdadera magia, la trasmutación de los elementos. Como ocurre desde tiempos inmemoriales el portal de la energía se abrirá para expertos, nada detendrá el paso de la transformación para dar sentido al caos. Las mujeres desnudas se preparan para que los muñecos de trapo que representan a sus acosadores se conviertan en los animales presentes ofrecidos al dios de cuernos y patas cabrías. Ahí en medio de la orgía, en el fuego, cada hostigador recibe su recompensa trasformado en ratón, sapo u culebra. Sara enciende las velas apagadas mientras ora con ahínco. Su entusiasmo regresa: ninguna mujer en la empresa sería acosada ni denigrada. Vestida de negro y con un cráneo entre las manos preside, es la número trece que ha sobrevivido siglos e inquisiciones. Todo lo que toca lo purifica. Ella será por siempre la vieja bruja de la limpieza.

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