El duelo y el horror en Joyce Carol Oates


Por Irma Gallo

Comienzo este texto con una confesión: me cuesta mucho trabajo leer en inglés. Ahora bien, la última novela de Joyce Carol Oates que leí traducida al español, Qué fue de los Mulvaney (Lumen, 2020), me dejó con tan mal sabor de boca —incluso escribí sobre ello aquí —que cuando supe que Oates tenía nueva novela decidí no esperar a que se publicara una traducción dudosa en español y me la encargué por Amazon. Se trata de Breathe (Ecco. Harper Collins, 2021), y a pesar de que tardé cerca de dos meses en leerla (con todo y sus pausas para hacer otras lecturas apremiantes por cuestiones de trabajo o del máster que estoy estudiando), la disfruté mucho.

Joyce Carol Oates y Paul Auster. Instagram de le escritora

Bueno, si se puede llamar disfrutar a la angustia y al terror que me provocó por momentos. Aunque creo que sí: es ese placer morboso semejante al que me produce leer a Poe, como comenté aquí mismo, ayer, o algunas de las novelas de Stephen King y que, por más que lo he intentado, no me sucede con H.P. Lovecraft (sorry).

El argumento es, aparentemente, sencillo: la pareja integrada por el científico Gerard McManus y la escritora Michaela McManus (¡esa costumbre de las gringas de adoptar el apellido del marido!) se acaba de mudar a un lugar ficticio llamado Santa Tierra, muy cerca del real Alburquerque, porque a él le ofrecieron una residencia en un muy prestigiado instituto científico del lugar. Provenientes de Boston, Massachussets, el paisaje agreste poblado de rocas afiladas y rojizas, cañones, cactáceas, suculentas y lavanda, y un sol inclemente que quema las cabezas y el pavimento con sus hasta 40 grados de día, mientras que el aire que no encuentra obstáculos en la ausencia de árboles hiela la noche, es el primer obstáculo con el que tienen que lidiar, sobre todo Michaela, a quien le cuesta más trabajo acostumbrarse. Pero no es el único: en la casa cuya renta corre a cargo del Instituto, la mujer descubre unas figuras que le provocan miedo y repulsión; se trata de esculturas que representan a dioses originarios de Nuevo Mexico —provenientes de las comunidades Pueblo y Navajo—, que pide, suplica, a Gerard «quite de su vista» escondiéndolas en el closet porque no soporta verlas.

En este punto, Joyce Carol Oates introduce el segundo obstáculo para Michaela, que estará presente durante toda la novela: la extrañeza hacia lo desconocido, el rechazo al otro, el terror a lo diferente.

A las pocas semanas de haber llegado las circunstancias parecen darle la razón a Michaela, que desde el principio sintió que no eran bienvenidos en ese lugar: Gerard enferma. Una aparentemente inocente tos, que él insiste en atribuir al clima, lo lleva al hospital cuando se vuelve demasiado insistente. En unas horas aquello se convierte en un diagnóstico de cáncer y en unos días el hombre muere; ya no regresará jamás a su casa. Ni a la casa en Santa Tierra, al pie de la cual hay una peligrosa colina, ni mucho menos al que ha sido su hogar durante los quince años que ha durado el matrimonio, en Boston.

Breathe!, ¡Respira!, es la súplica constante que Michaela lanza a su marido en esas horas angustiantes. Los últimos días de la vida de éste, ella consagra su existencia a cuidarlo, acompañándolo en el hospital casi todo el tiempo, y solo saliendo a dormir unas cuantas horas, a darse una ducha y a impartir un seminario de autoficción en la cercana Universidad de Alburquerque una vez por semana.

Muy pronto llega el momento en el que Gerard deja de respirar, y a pesar de que Michaela le ha donado médula ósea, el hombre de 49 años de edad deja viuda a la mujer de poco más de 35. Y si desde que llegaron a la casa de Vista Drive Michaela sintió terror al ver las figuras de los dioses, ahora, al regresar a ese espacio sin su esposo el horror cobra dimensiones insospechadas. El dolor por la pérdida no sólo daña a la mujer en el cuerpo: siente que un tornillo le aprieta a veces la sien y en otras ocasiones el pecho, no puede respirar, las piernas no la sostienen; sino también en la psique: todo lo mira como a través de un lente de aumento. Deja de bañarse, come cualquier cosa, de pie, no puede dormir.

Pero lo peor es que cree ver a Gerard en otros hombres. Y aquí es donde se hace evidente la maestría de Joyce Carol Oates: en el terror que experimenta al lector al observar cómo esta mujer, absolutamente abandonada al dolor, empieza a perder la razón.

Conforme se convence de que Gerard sigue, de alguna manera, ahí, Michaela opone mayor resistencia para abandonar la casa que paga el Instituto. No le importa que incluso hayan mandado a una emisaria, una mujer desagradable llamada Iris Esdras, para ofrecerle un vuelo en primera clase de regreso a Boston si deja la propiedad antes del 1 de agosto, que es el último día del contrato.

Utilizando la segunda persona para narrar los fragmentos en que Michaela está cada vez más afectada, Joyce Carol Oates la lleva al borde del suicidio cuando se convence de que esos hombres, esas apariciones, son el verdadero Gerard que la está llamando a su lado. Con el paisaje agreste de Nuevo México como escenario, y los dioses de los Pueblo y los Navajo como criaturas capaces de cobrar vida en los momentos de mayor tensión dramática, Oates consigue el efecto de ponernos los pelos de punta.

Joyce Carol Oates en 1965. Foto: celestialtimepiece.com

No voy a hacer un spoiler contándoles cómo termina, sólo les diré que a pesar de haberla leído con mi celular a la mano para abrir el traductor de Google cada que me encontraba una palabra que no conocía, no me cabe duda de que Breathe es una de las mejores novelas de Joyce Carol Oates. A mí me ha impactado tanto como La hija del sepulturero. Atrévanse a leerla.

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