Ñamérica: demasiado real para ser inventada (pero de que parece, parece)


Por Concha Moreno

Foto de portada: Esther Vargas

Dice el antropólogo Benedict Anderson que vivimos en comunidades inventadas, imaginarias: de pronto nos juntamos, hicimos bola para protegernos y para mantenernos juntos algunos señores inventaron palabras, dibujos, colores, trapos, bailes, ritos sagrados, juegos profanos (a veces juegos sagrados, de esos que se juegan cada cuatro años), groserías y un sentido de pertenencia tan acentuado que aceptamos ir a la guerra por ese invento al que llamamos nación, patria, país.

Latinoamérica no es un país y por supuesto que no es una sola nación. Pero algo nos vemos unos a otros que no decimos hermanos. Qué hipocresía: cuando los migrantes pobres y pardos cruzan fronteras les echamos a nuestras policías, de plano al ejército. Cuando surgen pandemias, cerramos las fronteras y llamamos a eso no confundir la amistad con el negocio. Ni parientes somos.

Martín Caparrós. © Jeosm Zenda Libros

Martín Caparrós, cronista todoterreno, ha recorrido ese espacio de países al sur de Estados Unidos hasta la fatiga, por eso hasta le inventó otro nombre: Ñamérica. Nótese: no Latinoamérica porque esa incluye a Brasil, un continente, dice Caparrós, en sí mismo. Ñamérica es el conjunto de países que hablan español en América, los que usamos la ñ, esa letra extraña.

En Ñamérica, su libro más reciente, Martín Caparrós abre sobre una mesa de cuarto de guerra el mapa ñamericano y pone las chinches de colores sobre las ciudades que para el cronista son de interés. A partir de juntar los puntos, Caparrós quiere convencernos de que cosas en común tenemos, pero que nuestros países hispanohablantes son, cada uno, un infierno inquieto a su modo.

En el libro, cruce entre crónica y ensayo (dos géneros que a Caparrós le salen divinos), Caparrós anda, por ejemplo, por El Alto, la ciudad más joven y también una de las más boyantes de Bolivia. El Alto fue un despojo, un hueso con apenas carne que los indios aymaras expulsados por la mancha urbana de La Paz. ¿Una ciudad pobre, sometida? Observen con atención. En El Alto todo mundo trabaja de madrugada en madrugada vendiendo de todo. Algunos aymaras han logrado tanto éxito en el mundo del comercio que no venden en un puestito precario, sino en el mercado mercado, ese que cotiza en bolsas hegemónicas. Ganan miles, millones de dólares, nos explica Caparrós, y ese sueño clasemediero que es mandar a los hijos a estudiar es cosa que no les pasa por la cabeza: ¿para qué ser economista, profesor, médico, ser un empleado jodido más, cuando se puede dedicar a la empresa familiar y ganar dólares muy sabrosos y bienolientes? Un triunfo del capitalismo ahí donde se supondría que están sus víctimas.

En El Alto Caparrós se encuentra con una nueva arquitectura: la de los «cholets», término mezcla despectiva que los criollos bolivianos inventaron a partir de las palabras cholo (indio) y chalet. Los aymaras de El Alto se han adueñado con orgullo de la palabra (todo lo hacen con orgullo) y han construidos casas enormes, de cuatro, cinco pisos, en las viven todas las familias ricas aymaras, una suerte de finca en la que se lleva el negocio, se cría a los hijos y se vive feliz. Dice el cronista que ahí en El Alto las casas tienen varillas salidas de los techos: no es descuido, es intención. Ahí están para pronto echarle otro piso cuando haya más dinero (y resulta que siempre hay más dinero).

Increíble, ¿no? Pues así como El Alto las ciudades ñamericanas tienen sus propios inventos inverosímiles. Caparrós recorre (de preferencia a pie) esas ciudades, aunque también zonas rurales y plantaciones largas —pues Ñamérica sigue siendo una tierra de materias primas— que van definiendo y poniendo en technicolor estos países nuestros como nunca antes los habíamos observado. A partir de datos macroeconómicos traídos a términos terrenos, de pedazos de historia a los que se le ponen algunos acentos irónicos, Martín Caparrós demuestra que Ñamérica parece invento, peor: parece telenovela. Pero los ñamericanos nos resistimos a esas definiciones agringadas de la tierra surrealista que llenan la imaginación turística. Somos pobres y variopintos, también somos cada vez más difíciles de meter a un microscopio. La región en este siglo está en plena redefinición: nuestras sociedades siguen siendo en su mayoría pobres y desiguales, pero le vamos sacando provecho a esa pobreza y desigualdad.

Foto © Metrópoli

Porque parece mentira la verdad nunca se sabe, escribió un clásico. Ñamérica evita los lugares comunes del calor, el color, la tropicalización a la García Márquez, pero algo de eso pasa por las páginas porque, coño, no podemos evitarlo. Después de todo somos pedazos de tierra imaginarios que a veces se van a la guerra por un partido de futbol y otras se hermana viendo un capítulo de El chavo del 8.

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