Por Irma Gallo
Jorge Luis Borges se reconocía como escritor de múltiples influencias. Fue un conservador convencido, y no solo en términos políticos: “He renunciado a las sorpresas de un estilo barroco; también a las que quiere deparar un final imprevisto”, escribió en el prólogo a su libro de cuentos de 1970, El informe de Brodie. Y más adelante, en el mismo texto:
Cada lenguaje es una tradición, cada palabra, un símbolo compartido; es baladí lo que un innovador es capaz de alterar.
Jorge Luis Borges
Con ese escepticismo se alimentó del género policial clásico pero también le dio un vuelco, y para entender esta subversión escéptica el primer elemento acerca del cual será necesario reflexionar es el tiempo. Si en autores como Poe, Conan Doyle, Christie y Chesterton el género estaba asociado a la idea de progreso —la ciencia positivista, con sus mandatos de observación rigurosa de la realidad hasta casi conseguir una réplica de ésta, pero sobre todo el precepto de que necesariamente había un pasado (el crimen), un presente (la investigación) y un futuro (la resolución de éste)—, en los relatos policiacos de Borges encontramos un tratamiento muy distinto del tiempo: la circularidad, que está asociada a otro símbolo muy borgeano, el laberinto; o bien, la ramificación en infinitas posibilidades, tal como ocurre “El jardín de los senderos que se bifurcan”.
Agatha Christie Sir Arthur Conan Doyle (Photo by Hulton Archive/Getty Images) Edgar Allan Poe C.K. Chesterton
En los relatos policiales del escritor argentino el tiempo escapa a su condición de linealidad. En “Hombre de la esquina rosada” todo parece ocurrir simultáneamente, como si se tratara de un acto de prestidigitación. Hay un momento en el que el narrador dice: “Yo hubiera querido estar de una vez en el día siguiente, yo me quería salir de esa noche”, y al final del relato se descubre que él es el asesino de Francisco Leal, aunque no queda claro cómo ni cuándo cometió el crimen, pues en el momento en que éste salió del salón de Julia con la Lujanera, el narrador también estuvo afuera, aparentemente sin hacer nada: “mirando esas cosas de toda la vida cielo hasta decir basta”. La única pista de que el crimen ocurrió durante ese lapso es cuando dice, refiriéndose a la Lujanera y Francisco Leal: “Muy lejos no podían estar”. La siguiente ocasión en que aparece Leal es cuando la Lujanera lo conduce al interior del salón, ya herido de muerte. Al final, el narrador —que no tiene nombre pero se dirige a un escucha invisible (¿el lector?) llamándolo Borges—, revisa que en su cuchillo no quede ni un rastro de sangre.

En “La muerte y la brújula”, en cambio, parecería que el relato va a seguir las reglas del progreso del policiaco clásico, ya que Borges plantea tres crímenes que se cometen con exactamente un mes de distancia uno del otro. Sin embargo, muy pronto deja ver algunas claves que tienen que ver con su obsesión con el tema del tiempo —y en donde se entremezcla el símbolo del laberinto— cuando Lönnrot encuentra, entre los libros de la primera víctima, uno que propone la tesis de que en el nombre secreto de Dios está su noveno atributo: “la eternidad —es decir, el conocimiento inmediato de todas las cosas que serán, que son y que han sido”, y más adelante, cuando en otro libro hallado en la habitación de la supuesta tercera víctima encuentra que la frase “El día hebreo empieza al anochecer y dura hasta el siguiente anochecer” está subrayada. Sólo cuando Franz Teviranus recibe una carta con un mapa en el que las locaciones de los tres asesinatos están marcadas como equidistantes, formando un triángulo perfecto, Lönnrot se da cuenta de que el tercero no fue en realidad un crimen sino un simulacro y que los criminales están planeando “el cuarto”. Y entonces acude al encuentro de lo que será su propio asesinato, a manos del bandido Red Scharlach, en la quinta Triste-le-Roy, donde los objetos se replican y están acomodados como en un laberinto. Finalmente, el asesinato de Lönnrot vendrá a completar el rombo—que simboliza el nombre secreto de Dios—, que no el triángulo —icono que le representa—, que formaban los crímenes del bandido que, según sus propias palabras, “sentía que el mundo es un laberinto, del cual era imposible huir”.
De estos tres relatos, es en “El jardín de los senderos que se bifurcan” donde se pueden apreciar con mayor claridad estas dos características de la obra borgeana con las que subvirtió el relato policiaco clásico: el tiempo y el laberinto. La novela dentro del relato —escrita por Ts’ui Pen, antepasado del espía Yu Tsun— plantea qué sucedería si el hombre no tuviera que elegir una sola de las opciones que se le presentan a cada paso y optara por todas a la vez, con lo que se crearían distintas soluciones y por lo tanto distintos porvenires simultáneos. Por otra parte, el laberinto que Ts’ui Pen anunció que construiría no es un objeto aparte, sino que es la misma novela, según la conclusión a la que llega el inglés Stephen Albert después de leer un fragmento de carta del autor: “Dejo a los varios porvenires (no a todos) mi jardín de senderos que se bifurcan”. Es en uno de esos futuros, advierte Albert a Pen, que yo soy su enemigo, a lo que el espía responde: “El porvenir ya existe, pero yo soy su amigo”, y a pesar de ello le dispara en el primer momento en que éste le da la espalda.

Otro elemento con el que Borges reformula el género policial clásico es la figura del detective. Mientras que en los relatos del autor de “El Aleph”, este fracasa en sus conjeturas —la trágica insuficiencia de la razón—, Dupin o Holmes, por ejemplo, triunfan en todas. Esta característica se observa en “La muerte y la brújula”, cuando Lönnrot falla estrepitosamente en impedir su propio asesinato: “En verdad que Erik Lönnrot no logró impedir el último crimen, pero es indiscutible que lo previó”, escribe. Y es que esa falla reside en que el detective, a pesar de su razonamiento intelectual —la razón, que nunca es suficiente, aderezada con una dosis de soberbia—, al momento de plantear a Red Scharlach un reto en forma de laberinto lineal, no consigue su objetivo de disuadirlo de matarlo. Quien expresa claramente este fracaso del detective borgeano es Bernat Castany Prado, cuando escribe que “el detective, símbolo de la razón moderna, es humillado, derrotado, engañado o asesinado por el asesino, que pasa a ser símbolo del misterio, del enigma irresoluble, de los límites cognoscitivos del ser humano”. (11)
El detective, en Borges, es un ser intelectual. El escritor argentino se pronunció en contra de la razón positivista y, por tanto, dogmática. Una solución como esta, sin llegar a ser fantástica —cosa con la que también estaba en contra—, sin duda escapa a las conjeturas del lector promedio. Aunque para Borges el lector de policiaco “lee con incredulidad, con suspicacia, una suspicacia especial”, según lo cita Marta Elena Castellino (95), tampoco tiene porqué conocer de todas las ciencias.
A pesar de su decidida admiración por los escritores ingleses del género —en particular Chesterton—, Borges renovó el relato policiaco clásico al subvertir el afán positivista, la infalibilidad del detective, el tratamiento estrictamente lineal del tiempo, así como al introducir un elemento que se volvería característico de su obra —no solo la policiaca— el laberinto.
Obras consultadas
Borges, Jorge Luis. “Hombre de la esquina rosada”. PDF.
———————-. “La brújula y la muerte” PDF.
———————-. “El jardín de los senderos que se bifurcan”. PDF
———————-. Prólogo a El informe de Brodie. PDF
Castany, Bernat. “Reformulación escéptica del género policial en la obra de Jorge Luis Borges”, Tonos digital: Revista de estudios filológicos, nº 11, 2006.
Castellino, Marta Elena. “Borges y la narrativa policial: Teoría y práctica”. Revista de Literaturas Modernas, Nº 29, 1999. Mendoza, Argentina.
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