Por Concha Moreno
No pude dormir después de cerrar el libro. En mi cabeza solo existió la imagen del Holocausto, en especial del campo de Ravensbrück, mi pesadilla favorita.
Revensbrück fue uno de los campos de concentración nazis más brutales. Exclusivo para mujeres, en ese lager (así se les conocía a los campos en alemán) perecieron al menos 50 mil prisioneras, la mayoría de ellas judías y disidentes políticas. Aunque originalmente era un campo de trabajo esclavo, hacia el final de la guerra se convirtió en un centro de exterminio con cámaras de gas.
En Ravensbrück las oficiales de la SS aplastaban a pisotones a las reclusas débiles o ancianas, les retiraban la comida a las que estaban en la enfermería, experimentaban con las mujeres con supuestos tratamientos médicos.
Pensaba en Ravensbrück con una profunda ansiedad existencial. ¿Qué me separa de aquellas mujeres? Siete décadas y un origen etnopolítico, pero nada más; ambas características son apenas aleatorias en la gran imagen de la historia. En cualquier momento uno puede convertirse en víctima del poder.
Como escribió Hannah Arendt, solo basta con que el Estado decida que somos el enemigo no habrá poder que impida nuestra destrucción. La estructura del poder puede cambiar en cualquier momento. Es una ilusión boba pensar que las estructuras en las que vivimos son inamovibles.

(Es un privilegio cavilar este asunto en mi cama calientita, en mi casa de clase media, en un país que se llama a sí mismo democrático. Pero creo profundamente que Arendt tiene razón: es de ilusos creer que el poder no puede mordernos inclusive a los más privilegiados entre nosotros. En México lo vivimos con los poderes fácticos, en especial con el del crimen organizado).
Todo esto viene a cuento porque este de 27 de enero se conmemora el día del Holocausto (Yom Hashoá en hebreo) y acabo de terminar de leer el brillantísimo ensayo-reportaje El chivo expiatorio de Hitler, de Stephen Koch. El Holocausto es la pesadilla de la razón, el exterminio cuidadosamente sistemático de millones de seres humanos en un país como Alemania, tan sofisticado, tan preciso y racional. ¿Cómo comenzó, qué le dio pie a los nazis para comenzar con la matanza?

Koch es un maestro para llevarnos, con mano de narrador, de imagen en imagen, como si viéramos una película por ese periodo histórico tan incierto que transitó el mundo occidental entre 1938 y 1940.
En Europa las potencias (Francia, Inglaterra y Alemania) habían firmado el Tratado de Múnich, una supuesta solución a la creciente hostilidad entre esos países. Pensaba el mundo que con el tratado se evitaba una nueva guerra mundial. ¿Qué cruzaba por la mente de Adolf Hitler, el protagonista del momento? Koch es muy claro: el líder del Tercer Reich nunca pensó en honrar el acuerdo de paz. Solo necesitaba un empujoncito para desatar el infierno nazi.
Y ese envión se lo dio un niño judío, un adolescente de 17 años llamado Herschel Grynszpan.
Exiliado en París, Herschel era parte de una familia judía de origen polaco avecindada en Hannover. A finales de la década de los treinta, Alemania todavía no desplegaba una política de abierto exterminio contra los judíos que vivían en su territorio.
A familias como la de los Grynzspan se les permitía vivir y tener una vida más o menos tranquila mientras acataran las leyes antijudíos como pagar mayores impuestos y no ingresar a las universidades. Pero la situación se deterioró de manera acelerada. Pronto los judíos polacos que vivían en Alemania fueron víctimas de mayor acoso. Los padres de Herschel decidieron enviarlo a Francia a vivir con sus tíos.
1938 marcó el inicio del Holocausto. Los judíos polacos fueron deportados, con nada más que la ropa que llevaban encima, a la frontera con Polonia, país que se negaba a recibirlos. La situación era desesperada: frío, hambre, enfermedad. El horror. Los Grynszpan estuvieron entre los deportados. Herschel se enteró por una carta enviada por su hermana y por los periódicos que leía de manera compulsiva. 12 mil judíos enviados a su muerte. Algo tenía que hacerse.

Y Herschel, desde su inocencia y su furia, lo hizo. Koch es muy cuidadoso describirnos a Herschel: un chavo de 17 años que se ve como de 13, quizá maniaco-depresivo, amante del futbol y muy impulsivo. Herschel consiguió una pistola. Y con ella cometió un crimen que hizo que Goebbels y Hitler se frotaran la manos con fruición.
La Noche de los cristales rotos fue la noche del 9 al 10 de noviembre en la que se desplegó la violencia descarnada de la Solución Final. En respuesta al crimen de Herschel (no lo desvelo porque gran parte del encanto de El chivo expiatorio de Hitler es como el autor nos va describiendo poco a poco la situación, como si se tratara de una novela negra… Y de todos modos ustedes pueden saberlo si van a Wikipedia), los nazis encomendaron a sus fuerzas de tarea y a la SS el pogromo más brutal de la historia: se quemaron sinagogas en toda Alemania, hubo violaciones en masa, golpizas, destrucción de negocios, homicidios impunes. Y se detuvieron a miles de judío alemanes y polacos y se les envió a los campos.
El chivo expiatorio de Hitler es un libro necesario en esta época en la que es fácil ser negacionista y las posiciones indefendibles no existen. Nos recuerda que no estamos tan lejos de la desgracia. Además, es un texto entrenidísimo, si no les parece frívolo mi punto de vista. Stephen Koch escribe con rigor de académico, pero con visión de buen narrador. La trama (y qué maravilla que un libro de historia tenga una trama dramática) se va desarrollando con buen ritmo y no se detiene hasta llega al clímax en el que conocemos el triste destino de Herschel.
Pero su legado, el de Herschel Grynszpan, no debe ser olvidado: fue, con justicia, el primer judío que les plantó cara a los nazis.
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