Solo hay un tipo de gente que prohibiría Maus, no importa cómo se hagan llamar hoy en día.
Neil Gaiman.
Por Concha Moreno
Tenemos que recordar. Es una de las labores más tristes, felices, debidas del ser humano. Nuestra memoria opera como una especie de brújula: solo el que recuerda es libre. No es posible saber cómo conducirse en el futuro si no se sabe de dónde se viene. Igual que una persona norteada que se pierde en su propio barrio porque olvidó en dónde se da vuelta a la izquierda, una sociedad que no recuerda está condenada a perderse en las arenas del tiempo.
Pensaba en eso cuando leí la noticia de que en un distrito escolar de Tennessee habían prohibido Maus, la desgarradora novela gráfica sobre el Holocausto de Art Spielgelman. ¿La razón inicial de la censura? El libro tiene «malas» palabras y desnudos. ¿La importancia histórica del testimonio de un sobreviviente de Auschwitz? Ignorada. En fin, la estupidez.
Maus es no solo una joya de la memoria histórica, es también, o es sobre todo, una obra de arte. El autor narra la historia de su padre, quien estuvo internado en los campos de Hitler. Como suele ser con las novelas gráficas, primero se publicó en números sueltos como un cómic, durante una década, en los años 80, y no llegó a los que no vivimos en esa época en forma ya de un tomo compilatorio que se lee, pues sí, como una novela completa.
La novela está estructurada en dos tomos: Mi padre sangra historia y Ahí empezaron mis problemas. Aún cuando podría pensarse que la trama es lo suficientemente directa como para ser impactante, Spiegelman se toma un camino no lineal para contar la historia de su padre, Vladek, judío polaco, el sobreviviente.

Habría sido muy fácil solo dibujar escenas desgarradoras de las víctimas de la Shoah, la catástrofe (el nombre verdadero de cómo deberíamos conocer al Holocausto, puesto que este último término significa «muerte sagrada» y no hay nada sagrado en la destrucción sistemática de 6 millones de seres humanos), pero Spiegelman decide convertirlo todo en una metáfora. Convierte a los judíos perseguidos en ratones, a los polacos colaboracionistas y antisemitas en puercos, y a los nazis en gatos. Tenemos una fábula.
Mientras la historia del periplo de Vladek se desarrolla, existe un brinco temporal que retrata al propio Art tiene que lidiar con los recuerdos de su padre y la dolorosa relación padre-hijo que ambos protagonizan. En la época actual, Vladek no es un hombre fácil, siempre está chantajeando, intimidando, siendo desagradable. Una vez, según relata en algún momento la novela, Vladek quiere devolver una caja de cereal a medio comer y usa la excusa de «soy víctima de la Shoah, sufrimos mucho en los campos» para hacer que el dependiente le regrese su dinero.
Además, Vladek es chauvinista y racista. Se suele pensar que los que han sufrido estás vacunados contra la inquina, nada más falso. Vladek detesta a los negros, por ejemplo, y fue un pésimo padre. Art tiene que hacer de tripas corazón mientras lo entrevista. Las entrevistas también forman parte de la línea narrativa: vemos a Art transcribiendo las grabaciones y sintiéndose profundamente afectado por lo que escucha, tratando de reconciliarse con ese padre difícil que le tocó en suerte, que él de niño vio como verdugo y ahora tiene frente a sí como un hombre destruido por la historia.

El lector comparte el dolor, porque la novela lo involucra. Nos hace saber que esa hecatombe sucedió hace no mucho, que unas cuantas décadas no deberían servir para borrar la memoria, sino que deberíamos regresar a esos hechos muchas veces, sobre todo los más jóvenes, niños y adolescentes, que piensan que el presente y el futuro les pertenece y no quieren tener nada que ver con el pasado. Como dije hace algunos párrafos, quien no sabe de dónde viene no tiene claro el futuro, y por lo tanto no es libre. ¿No debemos garantizar a nuestros jóvenes un mundo donde gocen de libertad y tengan un conocimiento del pasado que les sirva como pesa en la balanza de sus decisiones?
Lo que nos lleva a la controversia hoy día sobre la censura a Maus en Estados Unidos. Las razones, ya dije, son estúpidas. Aunque la novela es perfectamente legible para muchachos de secundaria, los miembros del consejo escolar decidieron que nada es peor para un estudiante que ver a una mujer desnuda aún cuando está esté convertida metafóricamente en una ratona. La controversia es todavía peor si uno lee las transcripciones de las juntas consejo escolar. Una perla: Spiegelman fue caricaturista de Playboy, cómo vamos a dejar que ese profano guíe las mentes de nuestros jóvenes, ellos tan inocentes.
Maus no es tremendista, pero tampoco teme ser una denuncia imposible de ignorar. Su legado debe ser recogido por los lectores de todas las edades, pero sobre todo por los niños y adolescentes que no deben crecer en un mundo donde la verdad está bardeada por un muro de buenas intenciones de limpieza ideológica y el consumo de «material seguro» para una edad impresionable. Precisamente porque es una edad impresionable hay que hacerlos leer libros como Maus, para que la experiencia se les quede grabada y los sensibilice sobre la capacidad de maldad de las personas. Con esto no quiero decir que Maus sea didáctica —a Spiegelman no le interesa dar lecciones sobre la pureza unívoca de las víctimas, de hecho hay varias ambigüedades morales a lo largo de la novela y estas son perfectas para discutirse en el aula—, sino que debe ser enseñada como un modo accesible y valiente de entender la Shoah.

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