Por Concha Moreno
El dolor es dolor. Así de simple y de vulgar, el dolor es lo más cercano que conocemos a la muerte en el sentido de que nos hace perder todo hilo de conciencia. El dolor nos aleja de la humanidad, nos aísla, nos convierte en entes amorfos que solo sienten una sola cosa. El dolor destruye y no siempre construye. A veces el dolor es un hecho en sí mismo.
Me pregunto qué harán con su dolor los padres de Debanhi Escobar. No es que estén obligados a convertirse en líderes de movimiento alguno, por ahora han de lidiar con la idea absurda de que su hija no vuelva a ellos. ¿Qué haremos nosotros que desde nuestras pantallas, lejos, sabemos cada vez de más niñas, adolescentes y mujeres desaparecen para ser «recuperadas sin vida» unos días después?

Esta semana ha sido particularmente impactante para esta columnista. Asisto a una clase en el ITAM donde analizamos diversos textos literarios y películas que hablan de los diversos ejercicios del poder (sobre todo de la violencia) en el desenvolvimiento de los procesos democráticos latinoamericanos en el siglo pasado. Esta vez tuvimos que ver el documental Las tres muertes de Marisela Escobedo y leer Chicas muertas, de Selva Almada.
Mis compañeros de clase (debería decir compañeras porque gran parte son mujeres, lo diré así), mis compañeras son muchachas de 20 años. Justo cuando deberían estar abrazando la vida, pensar en salir de fiesta, invitar los tacos, echar la cerveza, tener sexo, tienen metido en el fondo del pecho un miedo perpetuo y mierdero de que cualquiera de ellas puede ser la siguiente desaparecida.
En la clase pasada algunas de ellas lloraron. Todos sentimos en la boca del estómago algo indescriptible, algo que solo puede descifrarse en grupo, cuando vimos el documental sobre Marisa Escobedo. El sentimiento generalizado era de luto. Lloramos por Marisela, asesinada cuando exigía justicia para su hija Rubí, asesinada a su vez por el hombre que supuestamente la amaba. Sabemos que Marisela murió sin ver a ese maldito en la cárcel. El documental es poderoso y no deja espacio a grandes reflexiones cursilonas sobre la redención a través del sufrimiento. El dolor es dolor.
Y luego leímos Chicas muertas.
Hay momentos que parecen simples, pasajeros y falibles. La mayor parte de la vida es así, pues, no podemos vivir acumulando recuerdos y rencores coleccionados en cada pequeño instante vivido. Pero la experiencia humana está llena también de aquello que nos deja cicatriz y a veces una herida por siempre abierta y purulenta. Chicas muertas, de Almada, es un tizón sobre piel indefensa.
Almada hizo esta novela de hechos reales contando su obsesión con el destino de tres jóvenes mujeres con las que ella compartía origen social, provincia argentina y generación. Sarita Mundín, que no se sabe si se la llevaron para prostituirla y a lo mejor sigue viva. Andrea Danne, que muere de manera misteriosa en su cama. María Luisa Quevedo, que apareció ahorcada y violada sin que nadie fuera acusado de su muerte.

La crónica no tiene ambages para narrar las historias de violencia de género que la propia Almada tuvo que apechugar. La muerte de estas tres mujeres, que apenas llegaron a adolescentes, la llevan a narrar, por aquí por allá, los capítulos de violencia feminicida que ella misma ha vivido. Pero la escritora lo hace no para pararse el cuello como una heroína que amablemente entiende a sus personajes desde su protagonismo, no. Lo hace para que nos demos cuenta de que ya no hay espacio seguro, en el seno de nuestra propia casa nos acecha el asesino, el violador, el golpeador.
Chicas muertas es contundente desde su punto de vista siempre apasionado. Almada, poco a poco, tiene que aprender a dejar ir las historias de Sarita, Andrea y María Luisa para seguir viviendo. El dolor es dolor y también es autoinmolación que a nadie le sirve.
El dolor, dice Leila Guerriero en una columna reciente, no es una universidad, ¿por qué tenemos todos que aprender algo de la desgracia propia o ajena? ¿Qué van a aprender las jóvenes de 20 años de la muerte de Debahni, que no hay que salir de fiesta? Solución estúpida. Haremos marchas, exigiremos justicia, nos indignaremos unas cuantas semanas. Y luego aparecerá otra muerta.
Mierda de país.
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