Para mi tía Guille, Felipe y Memo
Por Concha Moreno
Cuando era niña tenía una fantasía que me permitía soportar la jornada escolar. Imaginaba que debajo de mi banco había un agujero que solo yo podía abrir, daba a una especie de madriguera, dentro había todo lo que necesitaba: almohadas, libros, comida chatarra, un Nintendo. Podía huir ahí en cualquier momento, sobre todo cuando tenía que hablar en clase, mi terror más íntimo, acuciante. La madriguera, mi happy place.
En La vida simple, Sylvain Tesson se va a vivir a una cabaña en la plena Siberia de las nieves eternas, completas. Tesson es medio misántropo, pero no es esa exactamente la razón por la que decide aislarse durante seis meses. Más bien para Tesson la idea es tener una forma de reinicio. La vida extrema no lo es tanto: a su cabaña se lleva 60 libros, cajas de vodka, cigarros muchos, toda la comida que podía necesitar, botas de fieltro, ropa para sobrevivir en el frío de menos 50 grados. Su cabaña tiene una calefacción idónea que la calienta «a temperatura de huevo».

En fin, que Tesson y yo tenemos mucho en común. Qué ganas de huir de los dolores, las infamias y las decepciones de este mundo; esconderse de esos que llamamos congéneres pero con los que no queremos tener nada que ver. Solo salir a la falsa sociedad de vez en cuando, que no somos otra cosa que animales gregarios con los que queremos comentar lo que estamos leyendo o la última serie que vimos. Yo sería feliz de vivir en una cabañita perdida en la nieve.
En los últimos días más que nunca antes he deseado la madriguera y la paz mental que me permitía. Infancia es tener la sensación de que nosotros y los que queremos viven en una burbuja que está hecha de un plástico indestructible: no importa qué tanto rebote, siempre, siempre, va a proteger lo que lleva dentro. Ser niño es ser una bestia inmortal, una especie de deidad: sin sino, como niños que duermen, viven los dioses. Por eso envidiamos la temeridad de la niñez, perdida en la madurez si uno es un ser sensato.

Llega, por supuesto, un momento en el que la pelota de plástico se poncha y nos pasa algo malo, algo que nos lastima. Terminamos la infancia con una velocidad que pasma. Pero nunca es lo bastante rápido, ese tránsito es, cuando menos, doloroso. Hay niños, crueldad, que pierden su burbuja muy pronto, los niños en situación de guerra, los que son abusados, los que pierden a sus padres. Estruja el corazón pensar en ellos.
Si uno es suertudo, la burbujita revienta al final de la adolescencia, sobre todo con las decepciones amorosas y las confusiones vocacionales. Pero justo cuando pensamos que ya hemos llegado a la madurez, ingenuos, sucede algo que nos hace desear de nuevo la pelota, la madriguera. Me ha pasado este año por varias pérdidas y dolores.
La sensación primerísima de la mortalidad nos descoloca, pero también es un sentir necesario. No porque se aprenda algo sin remedio, sino porque nos permite vivir hacia al frente, porque como seres humanos estamos obligados a estar imaginando el futuro todos los días, cada instante calculando nuestras probabilidades. Como don Juan le enseñó a Carlos Castaneda: acepta que vas a morir y deja de estar viviendo en la autocompasión. El reino de la autocompasión es el pasado, el futuro es el del vuelo.

Últimamente pienso mucho en la muerte. Regreso al libro de Tesson: pienso en la fortaleza diminuta en el invierno sin fin y deseo tanto estar ahí, donde la muerte es amiga, no ente acechante. La infancia se me acaba de terminar una vez más con la muerte de mi tío Felipe, mi tío más querido, mi amigo de las vacaciones, el compañero de mi tía Guille y el hijo prestado de mi tía Norma. Nadie esperaba su muerte, era joven todavía (mis primos y yo tenemos apenas un par de años de diferencia), sano, fuerte. Todavía lo puedo oír con su humor pasado de lanza, su seriedad que se rompía y revelaba a un hombre muy divertido.
Los últimos años han sido de varios velorios en la familia de mamá —mi tío Felipe era el menor de los ocho hermanos— y mi tío me hacía llevadoras esas ocasiones. Ir a San Marcos o Las Vigas, los pueblos guerrerenses de la infancia de mi madre, significaba para mí varias cosas: calor, brisita, cerveza y también platicar con mi tío. Y esta vez me tocó enterrarlo a él. Lo lloro cuando se me acaba la incomprensión. Ay, tío, vámonos a Cuerna, tu tierra adoptiva; vámonos a comer gorditas de chales y pasear por ahí hasta llegar a la casa monjitas que hacen chiles en nogada todo el año.
La vida simple, el diario del viaje inmóvil de Tesson ha significado para mí un lugar seguro en estos días tristes. Lo recomiendo para gente perdida que no quiere dejar de vivir en la autocompasión. La nieve lo enfría todo. Quiero que sea bálsamo también para mis primos y mi tía y para todos los que sufren un dolor. Así sea.
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