Por Concha Moreno
Es muy notable cuando una pieza de arte o creativa hace sentir un dolor que nos es ajeno. Perder un hijo, dice la frase hecha, es el dolor más grande de un padre, de una madre.
No sé qué es ser madre y he tenido la fortuna de no haber perdido a nadie de mi familia, no tengo referentes sobre la pena de los padres de Hamnet, el protagonista aparente de la novela epónima de Maggie O’Farrell (publicada en español por Libros del asteroide). No conozco esa pena, pero cuando dejé el libro a un lado para respirar, sentí en el cuerpo el duelo por ese niño desconocido hecho solo de palabras. Un niño sano, feliz, fuerte, enérgico, tan bello e ingenuo que gana un trato fatal, definitivo, con la muerte.

Y Hamnet muere de repente. Su padre, un actor y dramaturgo que está teniendo cierto éxito en Londres, llega tarde al lecho de muerte. La madre, Agnes, se obstina en salvar a su hijo y al fallar hierve por dentro con resentimiento: cómo es posible que el padre no está presente. Mientras ella no puede con el dolor, él vuelve a Londres donde produce comedias que hasta a la reina Isabel I le divierten. Hay cuitas que ni el amor curarán.
No hay spoiler aquí. Cualquiera que abra la página de Wikipedia de William Shakespeare sabrá que el bardo tuvo tres hijos y que su único hijo varón murió en la infancia. El asunto es cómo la novela nos narra esa muerte.

O’Farrell tiene una mano calculada cruel y al mismo tiempo empática: cruel porque lleva lentamente al lector en un juego entre lo que se sabe y le esperanza de que eso cambie a medida que se pasan las páginas, empática por su capacidad de crear personajes con los que inevitablemente nos espejeamos.
La novela es exitosísima en cómo recrea el universo doméstico de los Shakespeare. William ( por cierto: O’Farrell no le da nombre propio al personaje, es innecesario y de todos modos él no es el protagonista), un muchacho sin rumbo que se gana la vida dando clases de latín a hijos de granjeros, se enamora de la hija estrafalaria de uno de sus patrones. Ella, Agnes, tiene poderes más allá de lo comprensible: conoce qué va a pasar a continuación y es capaz de curar con lo que el bosque da. O’Farrell no le da superpoderes porque no le hacen falta, así ya es formidable. A Agnes la siguen todos en Stratford porque sus remedios son más efectivos que los del médico, la siguen con cierto temor y extrañeza, pero confían en sus talentos inexplicables.
Hay una amnesia muy particular cuando se sufre el dolor físico; cuando se rompe un hueso, revivir el dolor exacto es casi imposible, por eso se afirma que cuando algo duele se nos encuentra en un momento de perpetuo presente. Pero si unimos ese dolor con sufrimiento emocional, la historia cambia: los torturados tienen muy presente cómo sus verdugos les destrozaron el cuerpo.
El dolor emocional unido al físico es una herida que supura. Eso pasa en Hamnet más de una vez. La fragilidad del cuerpo, la indefensión ante el destino. Como dice el subtítulo de la novela, esta es una historia sobre la peste: la fiebre terrible, los ganglios inflamadísimos, la debilidad invencible: O’Farrell con tino nos hace sentir todo eso con solo palabras. Es un acto de magia.
Decir que Hamnet es un homenaje a Shakespeare puede ser cierto, pero quedarse con esa definición es miope, ramplón. El personaje que fascina es Agnes, protagonista absoluta. Su poder nos hace seguirla con un cariño que se suele reservar a los amigos.
Supongo que a todo mundo lo hace, a mí me pasa de modo inevitable ponerles caras de actores de cine a los personajes. Agnes sería interpretada de manera perfecta por una Kate Winslet joven, es ese tipo de mujeres únicas en su potencia en las que Winslet se ha especializado.
Hamnet ya ha sido valorada con premios y reseñas rabiosamente favorables. A veces, me sucede, eso en vez de atraer causa sospecha. El lector se erige retado, con duda sobre las expectativas que parecen rodear a un pinche librito famoso.

Lo digo sin pena: Hamnet me hizo llorar. Léanla, creo no los decepcionará. Ya me compré la siguiente novela de O’Farrell, una fabulación en torno a Lucrecia de Médicis. Tengo que leer otros libros antes, pero ya lo tengo en mi buró, tomando cuerpo como si fuera una botella de single-malt.
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