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Bardo, ¿la crónica de un genio incomprendido?


Por Octavio Cervantes

Autodenominarse “genio incomprendido” es un atrevimiento que por lo menos resulta un ejercicio de ego absoluto, y como máximo, un roce con la locura. Bardo, falsa crónica de unas cuantas verdades, de Alejandro González Iñárritu (Ciudad de México, 1963), contiene mucho de los elementos anteriores. Los estandartes de la película se podrían definir como: locura, ego, familia y personalidad.

El director de Amores Perros (2000) nos sorprende con su última entrega cinematográfica, que es una exploración de los nichos más personales del autor. La premisa es básica: Silverio Gama (Daniel Giménez Cacho) recibe un galardón por un reportaje que tiene potencia para lanzarlo a la cima. El hecho de ser premiado lo pone en confrontación directa con lo que significa ser un artista, desde la interioridad. La película trata de eso: la amplificación de la percepción del artista, al cual se añade el conflicto de la identidad, contraponiendo todo lo que configura la realidad para Silverio.

Alejandro González Iñárritu dirigiendo a Daniel Giménez Cacho. Foto: Netflix

Para nadie es un secreto que Silverio es el avatar de Iñárritu. En Silverio convergen todos los puntos de vista del cineasta, ahí nacen y mueren todas sus ópticas que plasma en las escenas. En cierto modo, Iñárritu quiere proyectar eso, que la visión nace y muere con y en el artista.

La película peca de pretenciosa. Éste es un hecho que desde la interioridad de la misma cinta se reconoce. Incluso, en momentos, la propia historia se blinda ante las críticas. ¿Valieron los millones invertidos para hacer a Silverio hablar con Hernán Cortés? Parcialmente. Si algo se le puede reprochar al estilo barroco del cineasta es su exigencia por la atención, por querer acaparar el ojo público. En esta película hay mucho de ello. Exceso de barroco.

Pero dentro de la cabeza de Iñárritu/Silverio, el proceso artístico se manifiesta desde la siguiente cronología que muestra Bardo: el miedo al fracaso y a la crítica, luego el ego, que crece monstruosamente mientras los galardones se escuchan, luego el olvido forzado, la vergüenza que nace como condición para la evaporación del sentimiento de superioridad, todo para volver a comenzar, una y otra vez. A esta realidad se contrapone el plano familiar donde la identidad dividida comienza a permear: de pronto no se siente ni de aquí ni de allá. Silverio/Iñárritu no es ni absolutamente mexicano, ni absolutamente gringo, eso lo sabe y se lo hacen saber infinidad de veces.

Mientras lo critican por haber abandonado la patria, lucra con ella a base de reproducir su concepto idealizado de país en su documental. Lo que quiere salvar Iñárritu/Silverio es su identidad como artista y a su familia.

Varias capas que lo representaban antes, como sus amigos y antiguos colegas, quedan inevitablemente en el pasado, y por eso siempre que reaparecen esas personas le recuerdan lo mamón que se ha convertido. Él mismo lo acepta.

Al ahondar en el mensaje último de la película, vemos la visión del artista y cómo, a partir de ella, se vive la vida. En los diálogos platónicos esta cuestión ya se encontraba en relieve. ¿Qué justifica el discurso del artista (llamado rapsoda en Grecia)? En el Ion (llamado también De la poesía) se profundiza en si el discurso de éstos últimos puede llegar a la objetividad. Platón no lo creía así, y por medio de Sócrates expone que cuando un poeta escribe sus obras o bien interpreta alguna escena, es poseído por una fuerza demoniaca. Esto último es literal, solo que el demonio (daimon) griego no es el tradicional judío-cristiano. Es un demonio que provoca una escisión entre la consciencia del portador (el artista) y sus acciones, de modo que la obra de arte es responsabilidad de la divinidad que convive con el artista desde su interior, en una competencia por su cordura.

En Bardo se aprecia con claridad esa relación directa entre la identidad del artista clásico y la que expone Iñárritu, pues en muchos momentos Silverio parece una persona absolutamente normal, que no destaca en ningún atributo. Hay escenas muy personales, que más allá de mostrar al “genio incomprendido” plasman a un hombre de buen corazón; sin embargo llegan los arrebatos de locura en el baile, donde percibe las sutilezas del tiempo de manera excepcional, o en las visiones en el Zócalo, donde platica con Cortés. La acción poética, donde se observa el fino trabajo de Iñárritu detrás de cámaras, ya no es solo la de un buen hombre, es la de un autor que profundiza en su arte, hasta conformar un autorretrato, que es la imagen que viene a la cabeza de él mismo al mirarse al espejo.

Daniel Giménez Cacho interpreta a Silverio Gama. Foto: Netflix

¿Iñárritu es un gran cineasta por ser Iñárritu o por saber controlar (o no) al daimon? A mi me parece más la segunda opción. No obstante, algo que en definitiva no comprende Iñárritu es que no es su nombre el que le ha dado todo el prestigio del que goza. Su fama se arraiga en su control sobre su acción poética en su día a día, como lo vemos a lo largo de este largometraje, en el cual a veces utiliza su faceta de artista y a veces la del ser humano, con problemas normales como los de todo el mundo. 

Crecerse tanto, al grado de labrar su propia estatua, la más hermosa del condado, para alabar su figura, parte del equívoco de que su nombre es lo importante (el yo, yo, yo). El responsable de su grandeza son esos arrebatos de poesía pura que afloran de él, casi sin que se dé cuenta. El responsable es él por saber canalizarlos y ejecutar obras de arte. ¿Artista?, ¿ser humano?, ¿genio incomprendido?, posiblemente un poco de todo. 

Bardo, de Iñárritu, es una película que merece verse, sobre todo para sentir el poder del impulso creador en su máximo esplendor. Ver la película es entrar en la cabeza de Iñárritu por dos horas y cuarenta minutos. ¿Vale la pena toda la película? ciertamente no es tan grande como él la piensa, ni tampoco tan bella, ni tan bien lustrada. Pero cumple con uno de sus objetivos: remover los temples de todo aquel que haya asumido el papel de la mexicanidad y de los que tengan dificultades con comprender a individuos que se sienten únicos por su visión y su entrega al arte. Probablemente sean dementes, pero son dementes con estilo. 

Octavio Cervantes. Egresado del Colegio Madrid, donde adquirió bases sólidas e interés por  la lectura y las artes. Estudió en la Escuela Nacional Preparatoria José Vasconcelos, plantel 5, de la UNAM, donde se decantó por el Área 4. Actualmente cursa la carrera de filosofía en la máxima casa de estudios. Está por iniciar su sexto semestre. Actualmente escribe para diferentes blogs y revistas virtuales acerca de temas culturales, con énfasis en la filosofía, las letras, el arte y el cine.

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