Por Concha Moreno
Al momento de escribir esto estoy escuchando a Adele. No cantaré sus loas porque no repetiré clichés sobre su voz increíble y su sentido del humor, pero sí diré definitivamente que Adele es una de Mis Personas.
Todos tenemos Nuestras Personas, esos que admiramos y buscamos y nos emocionan cuando sacan nuevos disco/película/libro/whatever. Son nuestro canon; a partir de ellos descubrimos nuevos placeres y conocer más de nosotros mismos. Carajo, una sabe que después de Adele se debe seguir Billie Holiday o Lauryn Hill o cualquier otra OG (OG significa «original gangsta», el verdadero iniciador de una tendencia, un término de hip hop que uso aquí para demostrar que soy cool a pesar de Adele).
Otra de Mis Personas es Nick Hornby, un autor que me hace reír, me conmueve. Escribe con una calidez y ligereza que parece fácil de imitar. Se necesita mucha literatura para hacerlo. Yo nunca he podido y miren que lo intento.
En Dickens and Prince, a particular kind of genius (Riverhead Books), Hornby nos entrega esta lista de sus personas: Kurt Vonnegut, Raymond Carver, Thierry Henry, Barbra Streisand, Joan Didion, Lorrie Moore, Edward Hopper… la lista continúa, pero no los llenaré de nombres. Solo quiero quede claro que la selección de ídolos de Hornby es larga y varia. Lo mejor es que esta fan la leyó y asintió con alegría con la mayoría de los mencionados (aunque Barbra Streinsand, come on!). Es lo que les digo, si uno se acerca a un artista los nombres y trabajos de otros artistas vienen a continuación. Es como formarse un paladar.

Pero hablemos de Dickens and Prince, que es una odisea —corta— a través de la vida y obra de dos ídolos de Hornby. Exagero, no se trata de un trabajo exhaustivo, sino de un muy entretenido escrito por un fan que busca un puente improbable entre dos grandes. ¿Qué tiene que ver un escritor del siglo XIX con un artista soul contemporáneo nuestro aparte de su gran ojo para lo pop?
He aquí la respuesta que nos da Hornby: que crearon como si supieran que iban a vivir poco. Vivieron poco: Dickens llegó a los 58 y Prince a los 57, prácticamente la misma edad.
Pero esa no es la única coincidencia ni la más importante. Hornby, con ingenio e investigación (laboriosa, ¿eh?, quién dice que solo los temas académicos requieren echarle archivo al asunto), encuentra un montón de vasos comunicantes.
Prince, cuando murió por una sobredosis de fentanilo en 2016, dejó una bóveda llena canciones, de álbumes enteros inéditos; discos que hizo él mismo cantó, tocó y produjo en su propio estudio. Sería una sorpresa si no fueran grandes discos como los que Prince hizo casi siempre (y si no lo conocen, vayan ahora mismo a su streaming de confianza). ¿Quién más creó con esa prisa, con esa hambre, con esa furia? El nombre le brincó a Hornby de repente como una liebre: Dickens, Dickens escribió así.

Dickens, como Prince, logró un jale popular que en el momento más ardiente de su fama superaba con mucho al de sus colegas. Ni Thackeray, Thomas Hardy o Wilkie Collins vendieron más. Dickens era capaz, como Prince, de estar creando piezas diversas a la vez. Es increíble como podía mantener en la cabeza de forma ordenada dos o más tramas, conjuntos de personajes y giros narrativos, pero lo lograba. Y lo tenía a tiempo para que saliera en el periódico, pues sus novelas eran casi siempre novelas por entregas (san Charles Dickens, patrono de los deadlines, ampáranos con el manto de tu levita).
Dice Hornby que es falso que la gente hiciera bola en los muelles de Estados Unidos esperando el nuevo episodio de, digamos, Nicholas Nickleby, pero lo cierto es que vendía números por millares tanto en Europa como en América. El fenómeno del best-seller es hijo de esa fiebre dickensiana. No no es desconocida: la padecemos cada vez que HBO o Netflix lanza el nuevo episodio de una serie de la que luego iremos a platicar a Twitter.
Entonces entran Dickens, Prince y Nick Hornby a un bar y se sientan a charlar. Lo que pasaría sería este libro. Aquí encontrarán:
a) Las relaciones de Dickens y Prince con el dinero. Ambos fueron miserables de niños, lo que explica parcialmente su necesidad de aprobación y de ganar todo el dinero posible con su arte.
b) Lo mujeriegos que eran ambos.
c) Las ideas sobre el arte de Hornby: no hay una alta cultura y otra pop, ambas existen en el mismo plano y nuestra apreciación de ambas dependen de nuestra historia propia.
d) La suerte de poder llevar comida a la mesa con las meras ocurrencias que alguien va inventándose.
Y más y más asuntos que sorprende que quepan en este ensayo más o menos corto (159 páginas), pero caben. Esa charla está buena. Traigan más cervezas y un tecito para Prince.
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