Por Concha Moreno
Crecer, como decía un personaje de Peanuts, es una forma de decir adiós. Nos despedimos de nuestros juegos, nuestras certezas, nuestra energía para revolotear en el mundo. También, como muchas veces queda claro, perdemos el humor y el sentido común.
Los adultos somos unos imbéciles, todo lo volvemos aburrido y echamos a perder las fiestas con nuestro miedo, nuestras buenas conciencias y responsabilidad. ¿Cómo, si no, explicar el absurdo asunto de la reescritura de las novelas de Roald Dahl?

Sucedió esta semana: la editorial británica Puffin, con la anuencia de los herederos de Dahl, anunció con sonrisa boba que los cuentos de Dahl se «ajustaban a las sensibilidades de hoy» y los textos originales tendrían cambios «sutiles». La extraña decisión fue cantada como si todo mundo la fuera a recibir con ovaciones. Ja, ja: resultó en una tormenta de relaciones públicas. Un caso en el que las buenas intenciones redundan en burla mundial.
¿Cómo eran los cambios? Una maravilla: ahora los personajes que eran, por ejemplo, gordos originalmente, ahora solo serían «grandes», las mujeres que usan peluca lo harían por » muchas buenas razones», no solo para engañar niños para comérselos y los Oompa Loompas de Charlie y la fábrica de chocolate serían a partir de ahora «personas pequeñas». Todo para proteger a los jóvenes lectores de la pésima influencia de Dahl en sus mentes limpias, puras y nada perspicaces en nuestra edad de internet y la postpandemia. Todos sabemos que los niños de hoy solo juegan matatena y son mucho más frágiles que sus contrapartes que hace 20, 30, 40 años leyeron Cuentos en verso para niños perversos , El fantástico Superzorro , Los cretinos, o Matilda.

Roald Dahl, un autor que bien podría tratarse del mejor autor para niños de la historia, fue también un hombre complicado y desde hace algunos años sus herederos han tratado de hacer de su imagen algo más potable para las sensibilidades contemporáneas –para que los padres biempensantes, como somos todos hoy, sigan comprando sus libros a sus hijos– solo así se entiende esta intentona de purificación/censura.
Antisemita, espía, misógino: una joya, el señor. Pero también fue un escritor perfecto, con una gracia y un sentido de la aventura que lo convirtió en el niño de eternos 11 años que queda vivo en sus libros. Un sinvergüenza, como deben ser los mejores compañeros de juego.
En sus memorias de infancia y juventud, Boy y Flying Solo, Dahl dice que escribía así porque solo podía mantener la atención si convertía todo en un juego; su única manera de no aburrirse era portarse mal. Y qué sabroso es portarse mal y que nos inviten, digo yo.
Dahl también escribió para adultos (busquen los Cuentos del tío Oswald y verán qué gozada), pero son sus novelas y poemas para niños los que lo han hecho perdurar en el imaginario. Tiene varias adaptaciones cinematográficas exitosas, la más reciente Las brujas, con Anne Hathaway como villana (la novela es mucho más divertida).

Son historias muy chistosas y nada correctitas, leerlas es como hacer travesuras. No requieren un antiveneno potente, no son ofensivas; lo son cuando se les mete la mirada imbécil del adulto que dice «¡ah, esto es incorrecto, qué horror!». Apesta todo esto a condescendencia y adultocentrismo. Como sea, los padres que quieren que sus hijos rían de solo lo que ellos aprueben bien podrían sentarse a leer con «sus» niños y tener conversaciones serias al respecto (aunque yo no puedo pensar en manera más aburrida de echarles a perder a Dahl).
Puffin ya se echó para atrás (por cierto, Alfaguara, la casa editorial del autor en español, dijo desde un principio que ellos no harían ninguna adaptación. Me cayeron bien por primera vez en la historia). Puffin ofrece un idiota punto medio: estarán disponibles los libros originales y también la versión light. Uno solo puede pensar que la versión adaptada solo podrá ser escogida por padres veganos, no por sus hijos. No puedo imaginar que un niño lector que sepa que existen versiones «peligrosas» no quiera con todas las ganas leer estas y desprecie las censuradas. Maltilda, sin duda, buscaría los libros prohibidos.
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