Nunca ganaré el Óscar y otras tragedias mínimas


Por Concha Moreno

Desde 1994 vi puntualmente la entrega de los premios Oscar. Yo tenía 10 años y toda mi intención y oraciones iban para Pulp Fiction —la película que me inventó como adolescente, pero esa es historia de otro café—, y me morí de coraje porque la ganadora de la noche fue Forrest Gump, una película que a mí me había parecido muy tonta y aburrida.

Sin embargo, el encanto de la entrega de premios me atrapó como cemento de calidad. Empecé a madurar una idea: ¿y si me hacía cineasta? Why not? ¿Te imaginas ganar un Oscar? ¿Eh, te imaginas? Un sueño que me mantenía despierta.

A los 16 años fui a meter mi nariz al CCC y conseguí un folleto. Tenía que esperar a cumplir 18 años para presentar el examen. Fue una espera que se me hizo eterna. Y plagada de temor. Quizá no era lo bastante buena, tal vez se necesitaba mucho dinero y mi familia no lo tenía, etcétera. Por fin a los 19 años me animé a iniciar el proceso de admisión para la carrera de guion (unía mis dos pasiones, el cine y escribir). Entré. Y al terminar el primer semestre me salí. Acabé muy desencantada de la escuela, los profesores, mis compañeros. Demasiado ego, mucha hueva, muchas drogas y yo no era disciplinada tampoco.

Una vez entrevisté a Juan Villoro. Me dijo algo que me recordó mi viejo sueño incumplido: uno también es las vocaciones a las que renuncia. Siempre seré esa niña de 16 años despierta de noche examinando el folleto del CCC.

En fin. Nunca ganaré el Oscar como cineasta —no renuncio a la idea de ser guionista de Cuarón, por ejemplo. Oye, Poncho, acá estoy—. Pero siempre vi los premios. Mi año más memorable fue la ceremonia de 2008 cuando competían cuello a cuello Petróleo sangriento de Paul Thomas Anderson y Sin lugar para los débiles de los hermanos Coen.

En 2007, el año a premiarse, el cine había alcanzado el estado de gracia. La lista de nominaciones no solo incluía las gemas de Anderson y los Coen. También estaban nominadas películas memorables y caras al corazón de los cinéfilos como Expiación, gran adaptación de la novela de Ian McEwan; Juno, esa joyita que le dio a Diablo Cody el premio a mejor guionista (una de las pocas mujeres que lo han ganado); Ratatouille (mi película favorita de Pixar) y Cate Blanchett estaba con buena chance de llevarse el premio a mejor actriz por Elizabeth: la edad dorada.

Enorme año, pero otra vez hice corajes: yo le iba a Petróleo sangriento, oda al capitalismo y al experimento americano (la democracia y la supuesta libertad de hacerse a uno mismo), y ganó Sin lugar para los débiles. No me lo tomen a mal, pues aunque la película de los Coen es grande y ha aguantado el paso del tiempo como un monumento, para mí la enorme ambición de la cinta de Anderson la hacía superior. No ganó mi gallo y me enojé.

Pero de nuevo, no dejé de ver los premios. Llegó mi turno de cubrirlos ya como periodista. Las noches de hacer la nota del Oscar siempre era de un rush muy especial: captar todos los chistes, los mejores discursos, seguir las reacciones del público en redes sociales y también ponerle el corazón, porque a fin de cuentas yo le iba a alguna. Me emocionaba como fan, pero tenía que guardar compostura de reportera.

Vi cada entrega con entrega, eso es lo que quiero decir. El año pasado la emoción se fue. No sé si fue por la pandemia o porque no tenía ningún medio a cuál cubrirle el evento, pero decidí que no iba a ver la ceremonia por primera vez en 28 años. Me perdí de la cachetada de Will Smith, pero no de gran cosa. Ganó Coda, who cares?

Este año tampoco pienso ver la entrega. Tengo compromisos más importantes como irme a la cama con el libro de Donna Tartt que les voy a reseñar la semana que viene. Mi corazón estará con Los espíritus de la isla y con Barry Keoghan, por su sobresaliente actuación en esa cinta plagada de grandes actuaciones.

Me vale el Óscar. Un tragedia mínima porque a nadie le importa más que mí. Is this la crisis de la mediana edad, eh?

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