La memoria y el dolor. Entrevista a Luisa Riley


Con el título de Los rostros del dolor, esta entrevista se publicó en la Revista Variopinto, número 20, de febrero de 2014

Luis Riley
Luisa Riley. Foto: Manuel Cerón

Dení Prieto Stock fue asesinada por el ejército el 14 de febrero de 1974 en una casa que las Fuerzas de Liberación Nacional tenían en Nepantla, Estado de México. Tenía 19 años, y era hija del dramaturgo Carlos Prieto, y de Evelyn Stock. Recibió nueve balazos, y según escribe Elena Poniatowska en Fuerte es el silencio (Ediciones ERA, 1980), su cuerpo no fue entregado a sus padres. Sólo se les indicó en qué fosa, en el Panteón Civil de Dolores, la habían enterrado.
La madrugada del 29 de marzo de 2011, en un auto Honda Civic abandonado en la ciudad de Temixco, Morelos, la policía descubrió el cuerpo de Juan Francisco Sicilia Ortega, de 24 años de edad, hijo del poeta Javier Sicilia, junto con otros seis cadáveres. A partir de entonces, el autor de La presencia desierta (FCE, 1985) se convirtió en un activista que aglutinó a cientos, quizá miles, de familiares de muertos y desaparecidos por la guerra contra el narco en el Movimiento por la Paz con Justicia y Dignidad.
Estos dos acontecimientos son los temas de los últimos documentales de Luisa Riley, periodista de formación, y que le ha apostado a la memoria, como ella dice: «para saber que eso ya ocurrió y tuvo resultados funestos; porque ese dolor, esa tragedia, es inimaginable, y deja una secuela terrible en la sociedad. Y si no la volteamos a ver y no nos damos cuenta, entonces estamos como adormecidos y vamos de tumbo en tumbo».
El primero dio lugar al documental Flor en otomí, (México, 2012); el segundo, Javier Sicilia: en la soledad del otro (México, 2013).

¿Para qué contar la historia de Dení?

Luisa Riley y Dení Prieto se conocieron de niñas. Sus familias eran amigas, y a la pequeña Luisa siempre le atrajo el carácter fuerte y decidido de la hija de los Prieto Stock.
Cuando la mataron, a los 19 años de edad, la documentalista se enteró de la peor manera: «En la sección de Excélsior o La prensa, en fin, de todos los periódicos de la época, en la sección de la nota roja. Hablaban de ellos como si hubieran sido delincuentes, terroristas».
En su casa rodeada de árboles, como un pedazo de provincia en plena Ciudad de México, Luisa Riley recuerda el shock, la sensación de miedo e impotencia, al mismo tiempo que la historia compartida de las dos familias:
«Fuimos de esas amistades de padres que crecimos juntas. Aún ahora sigo siendo cercana a su hermana. Pero eso no es lo que me llevó a contar su historia, porque la cuento casi 35 años después. Realmente no hay una razón muy lógica, sino que un día dije: yo tengo que contarla».
Sin embargo, lo que Luisa quería contar era lo que pasó después de la muerte de Dení: la impunidad en la que quedó su asesinato y el acoso policial que sufrieron sus padres y amigos; incluso su propia familia.
«Pero en el transcurso de la investigación, de repente el personaje de Dení adquirió muchísima fuerza. Adquirió fuerza su decisión, empezó a cobrar una dimensión que me pareció muy importante, porque son historias de los años setenta que vivimos. Yo soy de esa generación. Lo vivimos muy de cerca y se guardó silencio. Bueno, en el caso de Dení fue de 35 años. El documental rompe un silencio familiar».
Ese silencio se debió, en parte, a la persecución y el acoso que sufrió la familia Prieto Stock después de la muerte de su hija, pero también, quizá, a la culpa que atormentó, muy probablemente en silencio, a Carlos Prieto durante años:
«Ahora sabemos que el padre de Dení fue una colaborador de la organización guerrillera (las Fuerzas de Liberación Nacional) y siguió colaborando después de la masacre de Nepantla. Entonces eso explica muchas cosas. El silencio era el dolor. Hay quien piensa que el padre de Dení sentía una gran culpa, y la debe de haber tenido en algún momento, porque él la promovió, la apoyó. Estaba muy orgulloso de su hija, como dice el documental».
Cuando la hermana de Dení aceptó hablar ante la cámara de Luisa sobre la tragedia, se convirtió en pieza clave para que se pudiera contar su historia:
«Yo hice el documental cuando ya habían muerto su padre y su madre. El único familiar directo que queda es Ayari, su hermana».
Pero más allá de que se trataba de gente cercana, de una amiga de la infancia, a Luisa Riley le interesaba que se supiera lo que ocurrió con Dení (que quiere decir flor en otomí) porque no fue la única joven asesinada durante esa época.
«El gobierno nunca ha dado cuenta de la guerra sucia. Ni se ha llevado a juicio a nadie. A nadie de cualquier nivel de gobierno en materia de seguridad, en materia militar, policiaca, etc. En México no se ha llevado a nadie al banquillo de los acusados, como ha ocurrido en los países del cono sur, particularmente en Argentina.»
En los partes militares a los que Luisa tuvo acceso cuando estaba realizando la investigación, se asentaba que Dení y sus compañeros recibieron a balazos a los miembros del ejército que llegaron esa medianoche a la casa de seguridad de las FLN en Nepantla. Pero esto no sólo parece poco probable, sino hasta absurdo, según Riley.
«Por la reconstrucción de los hechos y por los testimonios de los sobrevivientes, sabemos que esto no ocurrió, porque ellos, los militares, llegaron a mitad de la noche. Llegaron y lo primero que lanzaron fue una granada. O sea, iban a exterminarlos. Ése era el propósito del operativo militar. No era detener a la gente, acusarla, procesarla, etc. Obviamente era la guerra sucia. Y en México el gobierno no ha dicho absolutamente nada al respecto. Todavía vive Luis Echeverría Álvarez y no ha pasado nada».
En el cartel promocional de Flor en otomí, una enorme fotografía en blanco y negro, con poco contraste, de Dení, la joven parece confiada. Tiene una mirada tranquila y clara, y sus labios gruesos apenas se curvan en un asomo de sonrisa.

La impunidad: igual en los setenta que ahora

En un primer momento, cuando la reportera le insinúa a la documentalista que es fácil trazar una línea de continuidad temática entre sus dos más recientes trabajos, ella se apresura a responder que no.
«Son cosas muy distintas: en el caso de la gente que se unió a las organizaciones político-militares en los años setenta, su lucha era por transformar al país; son gente que entregó su vida a una causa por el bien colectivo, al margen de que estés de acuerdo o no con la lucha armada. La guerra que vivimos ahorita no tiene ese sentido. No tiene nada que ver con eso. Ahorita hay un lodo horrible. No podemos ver con claridad las cosas, pero la lucha del narcotráfico o del ejército y la policía contra los narcotraficantes, no tiene nada que ver con la lucha de los años setenta».
Pero después de pensarlo un poco, y quizá porque Dení parece mirarla de soslayo desde el cartel que cuelga de una pared muy cerca de ella, Luisa Riley rectifica:
«La impunidad de entonces te puede explicar la impunidad de hoy. Porque al margen de que tú tomes una decisión de unirte a la guerrilla, el Estado está ahí para garantizar la seguridad y para aplicar la ley. Si hay alguien que, por convicciones personales y por el bien colectivo decide quebrantar la ley, el Estado tiene herramientas para enfrentarlo. No tiene porqué llegarlos a masacrar a mitad de la noche, y mucho menos, torturar a los detenidos, como hicieron en el caso de Nepantla y con miles de otros. No hay un estado de derecho».
En la actualidad tampoco se vive en México en un estado de derecho, dice Riley, y pone como ejemplo la persecución que están enfrentando las policías comunitarias: «que están defendiendo su integridad personal y la de sus familias, su territorio; que están defendiendo sus bosques del saqueo. Están defendiendo el bien común porque el Estado no les ha garantizado la seguridad, pero de todos modos se les persigue. El Estado no fue capaz de darles la seguridad que necesitaban para que la delincuencia organizada no se metiera en sus vidas, violara a sus mujeres y trastornara toda su vida, y ahora que ellos se organizan para protegerse, el Estado los persigue».

El Movimiento por la paz con justicia y dignidad: estar solo, con el otro

La impunidad sí es uno de los hilos temáticos conductores entre Flor en otomí y Javier Sicilia: en la soledad del otro.
«Ese tipo de impunidad tiene que ver con el hecho de que hay una corrupción verdaderamente aterradora en el sistema jurídico en México, en el Ministerio Público, en las policías. No quiero decir que toda la policía es corrupta, ni todos los militares lo son, pero la corrupción está carcomiendo las instituciones, y si no se aplica la justicia, la cosa se va degradando. Se va pudriendo. Se va haciendo cada vez más viciada».
Y no es nada más la impunidad lo que emparienta el asesinato de Dení Prieto, sus compañeros y muchos mexicanos más durante la guerra sucia, con el de decenas, quizá cientos de miles por la guerra del narco. Para Luisa Riley, los dos asuntos tienen que ver también con el silencio.
«Lo que es asombroso en el Movimiento es que la gente, con todo ese dolor, subió al templete y lo hizo público. Entonces, lo que vemos en este documental es el dolor. El movimiento nos hizo visible el lado humano de este conflicto, de esta guerra insensata. Hizo visible que hay un lado humano. Ahí está el dolor. Eso es lo que provoca. En el caso de la guerra sucia por supuesto que ese dolor también estaba ahí. Y el miedo, el terror, en fin, muchas otras cosas, hicieron que se guardara silencio en torno a eso. Y ese dolor es muy importante porque lo cargamos socialmente, y el movimiento nos permite verlo. Y en el caso de las víctimas, lo están enfrentando públicamente».
Cuando la guionista, productora y realizadora Ana Cruz (Las sufragistas, 2013), también Subdirectora de Programación y Producción de Canal 22, le encargó a Riley que hiciera un documental con el material que los reporteros de la Dirección de Noticias habían levantado a lo largo de las dos primeras caravanas del Movimiento, ella pensó que también era necesario hacerle una larga entrevista a Javier Sicilia. De esta conversación con el poeta nació la frase que da título al documental: En la soledad del otro.
«Es una paradoja. Porque están solos pero están juntos. Pero cada uno tiene su dolor.
Dice Sicilia que su padre le dijo: El dolor une, y esa unión se llama consuelo. Sin embargo, él agregó a esa cita de su padre: Consolar es estar con la soledad del otro. Ir a su encuentro para abrazarla y acogerla, para decirle, como coreaban muchos cuando llegamos a la Ciudad de México: no estás sólo, no estamos solos. Pero Sicilia también dice: el consuelo en la impunidad es un consuelo mutilado… Entonces el nombre del documental viene de esto, porque cada uno está en su dolor, pero ahí están todos».
Con guión de Luisa Riley y Ariel García, y producción de Canal 22, Javier Sicilia: en la soledad del otro, se estrenó en octubre de 2013 en el Festival Internacional de Cine de Morelia, y en televisión, al mes siguiente, en el programa Visión periférica que conduce Jacaranda Correa.
A punto de terminar la entrevista con Variopinto, cuando la luz que entra por la ventana de la casa rodeada de árboles de Luisa Riley ya se está pintando de azul plomizo, la cineasta agrega:

«Me han dicho que el documental es desolador pero yo no lo veo así. Yo creo que hay una fuerza ahí, de esta gente, que es de una valentía y un poder verdaderamente increíble. Cómo han logrado juntarse en esa tragedia. El dolor es el dolor, y es terrible. Y visibilizar eso me parece muy importante».

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