Por Pedro Paunero
El hombre se precipita sobre el lienzo, las manos en garra, el rostro como una máscara de la ira. Lo detienen antes de que pueda dañar la pintura.
-¡Almuerzo sobre la hierba! –grita- ¡La orgía de los cínicos sobre las hierbas!
Se ha formado una pequeña multitud que abuchea la tela y se ríe. Otra multitud se congrega ante otra obra pero la reacción es un tanto distinta, los visitantes al Salón de los Rechazados de París se codean, murmuran y se ríen.
-Sinfonía en blanco, n.º 1: La dama blanca, de James Whistler… Esta debe ser la amante del americano ese –susurra una mujer-. ¿Y qué quiere significar con esa florecilla blanca en la mano?
-Inocencia, supongo –opina otra, irónica.
-¿Esa putilla? –las mujeres se ríen.
-¿Y esa piel de perro a sus pies?
-Creo que es un oso… ¿no? –la mujer bizquea ante el lienzo.
-¡Basura, simplemente basura! Deberían de quemar este edificio con todas sus porquerías expuestas.

Emile Zola y Paul Cézanne han ido juntos a la exposición. Zola está maravillado ante lo que ve. Será Zola quien cuente, posteriormente, que la gente se daba codazos y se contaba chismes en voz baja ante el cuadro de Whistler.
-¿Acaso no es hermosa? –le pregunta a Cézanne.
-¡Oh, sí lo es! –dice Cézanne- Si tan sólo fuera un poco menos blanca… -Cézanne se ríe.
-Es un bello retrato de Jo, la musa irlandesa de Whistler-. Zola se retira un poco de la tela, pero el público lo empuja y casi cae sobre la tela. La muchedumbre trata de comportarse un poco. Él se lleva ambas manos al pecho y las junta bajo la barbilla. Está extasiado.
Edgar Degas detiene a Manet en la calle. Se encuentran en aceras opuestas, Degas ha estado agitando la mano para que voltee a verlo y le suelta:
-¡Eh, Manet, ya eres más célebre que Garibaldi! –y se aleja riendo.
Manet le grita:
-¡Cállate, pintor de bailarinas!
Degas, aunque lo ha dicho en tono irónico, tiene razón, el nombre de Édouard Manet, a partir de este momento, más para mal que para bien suyo, está en boca de todo París. Se vuelve célebre de la noche a la mañana.

-¡Descanso! –pronuncia en voz alta.
-Me gustaría que viera algo… -dice la modelo. Se levanta orgullosa, y desnuda, se agacha y levanta una carpeta de dibujos que ha llevado consigo y que ha mantenido todo el tiempo al pie del lecho donde la pinta Manet. Desata las cintas que atan la carpeta. La abre y comienza a pasar las hojas, mostrándoselas al pintor.
-¿Son tuyos? –pregunta él, maravillado.
-Sí.
-Son muy buenos… ¿Con quién aprendiste a dibujar?
-En la misma academia que usted, con Thomas Couture. ¿Creía que sólo era una más de las modelos del Maestro?
Manet pasa los dedos a lo largo de los trazos de los dibujos, revisa una y otra vez. Contempla. Y sentencia.
-Sí, se nota el talento… pero también el academicismo contra el que yo siempre lucharé –expresa por fin, devolviéndole la carpeta-. ¿Te gustaría tomar una copa? –se sirve vino.
-Sí.
Le sirve en otra copa y se planta delante de su cuadro.
-La llamaré… Olympia… -pronuncia como para sí. Coge una hoja de papel y comienza a leer un poema-. Es de nuestro amigo, Zacharie Astruc, y se titula Olympia, la fille des Iles. ¿Te gustaría escucharlo? –y antes que ella conteste, se pone a recitarlo.
Quand, lasse de songer, Olympia s’éveille,
Le printemps entre au bras du doux messager noir;
C’est l’esclave, à la nuit amoureuse pareille,
Qui veut fêter le jour délicieux à voir,
L’auguste jeune fille en qui la flamme veille.
-Este será mejor que El almuerzo, querida mía. ¡Te llamaré Olympia! Dejarás tu nombre atrás, Victorine Meurent, para ser la Olympia de Manet.
En la largura de su baja estatura, con el pelo rojo flama y la piel blanca, lentamente, luciendo su hermoso trasero, regresa al lecho donde posa.
-¡No! –dice ella, altiva, ya recostada- ¡Yo también soy una artista!
Mira a Manet, desafiante. En los ojos de él se enciende la luz de lo inspirado.
-¡Esa es la mirada! –dice Manet- ¡Esa precisamente! –y se pone a pintar, frenéticamente.

Dos hombres conversan a la entrada del Salón de París.
-Dicen que el jurado, en lugar de rechazar una vez más cualquier obra de Manet, ha decidido ridiculizarlo, permitiéndole exponer al lado de los grandes maestros.
-¿Recuerdas El almuerzo aquél? –el hombre ríe y mira al otro.
-¿A qué esperamos, pues? Quiero reír un rato, amigo mío…
Entran. El Salón está repleto y la gente continúa llegando. La muchedumbre, escandalizada, ora grita, ora se ríe, ora voltea la cabeza.
-¡Exponer esta inmundicia al lado de ese espléndido Nacimiento de Venus del gran Cabanel! ¿Qué les ha pasado por la cabeza a los jueces?
-¡Manet, otra vez Manet!
-¡Una burda y obscena burla a la Venus de Urbino de Tiziano! –gritan- ¡Hasta la posición de la mano en…! ¿Mano? ¡Es un sapo con dedos!
-Salgamos de aquí… ¡Esto es una afrenta al buen gusto y la decencia!
La prensa es peor. Los críticos disparan todas sus cargas. Es mayo de 1865. Un mes y un año caliente, de fuego y odio.
¿Qué representa esta odalisca con el vientre amarillo, esta innoble modelo, recogida no se sabe de dónde y que tiene la pretensión de representar a Olympia? ¡Olympia! ¿Qué Olympia? Una cortesana, sin duda. No es precisamente al señor Manet a quien se le reprochará idealizar vírgenes locas, él que ha idealizado las vírgenes sucias. Escribe Jules Claretie en la revista Artiste.
Un cadáver en los mostradores de la morgue, esta Olympia de la rue Mouffetard ha muerto de fiebre amarilla y ha alcanzado un estado avanzado de descomposición. Opina Jean-Léon Gérôme, metiendo de saco a la modelo en el barrio de las prostitutas.
Esta morena rojiza es de una torpeza total, su cara es estúpida, su piel cadavérica, y el señor Manet la ha estropeado de tal manera que le sería imposible mover ni los brazos ni las piernas. Dice el texto de Félix Deriège en Le siécle y continúa: El blanco, el negro, el rojo y el amarillo producen una terrible sensación de confusión en el cuadro: la mujer, la negra, el ramo, el gato; todo este tumulto de colores disparatados y de formas imposibles atraen la atención y lo dejan a uno estupefacto.
El escritor Théophile Gautier no es menos condescendiente: El tono de la carne es sucio, el modelo nulo.
Joris-Karl Huysmans, enemigo de la modernidad, se muestra desconcertado, como muchos otros, sobre la posición de la mano de la modelo en el cuadro, colocada sobre su pubis, su desafiante actitud y su mirada, cuando escribe que se trata de un Irritante enigma.
P. G. Hamerton, corresponsal inglés, escribe: Apenas atravesado el umbral, los visitantes rompen a reír.
Emile Zola, en cambio, comprende la naturaleza de este sismo artístico, cuando arremete en la revista Événement, calificando a Olympia como una obra maestra y el inicio de un nuevo tipo de pintura. Debido a las quejas de los lectores por la defensa que hiciera Zola de la obra, es despedido.
Manet se queja de forma amarga con Charles Baudelaire, que le ha aconsejado que pinte la realidad, la inmediatez: Los insultos llovieron sobre mí como granizo. Caminan por la calle.
-¡Recuerde usted, Édouard –le contesta Baudelaire, con una mirada delirante-, la modernidad es lo transitorio, lo fugitivo, lo contingente, que es la mitad del arte, cuya otra mitad es lo inmutable! Un artista verdaderamente moderno debe ser primero un Flaneur y después un Voyeur. Debe usted experimentar todos los rasgos de la vida moderna. Vivirla como ha venido haciendo… ¡Después pintarla! Y usted es un Maestro, amigo mío ¡Un Maestro!
Manet baja la vista, visiblemente emocionado.
-¿No tiene usted un hijo, Mon ami, un hijo de la naturaleza? –Manet se sorprende- ¡Yo lo veo todo, Mon ami, todo!
-Mi hijo… sí… lo llamamos Léon Köella, su madre Suzanne y yo, sobre la pila bautismal. Un nombre inventado para salvar las apariencias. También fuimos sus padrinos.
-Oui, Mon ami…
-Desde hace dos años vive con nosotros. Mi padre jamás sospechó nada, hasta su muerte.
-Usted ha vivido, Édouard ¡Ha vivido! –expresa Baudelaire- ¡Ellas siempre tienen la respuesta! –señala a una cocotte que pasa por ahí, a una de las tantas prostitutas de lujo que pueblan la ciudad.
Y añade:
– La única y suprema voluptuosidad del amor reside en la certidumbre de hacer el mal. Y el hombre y la mujer saben, desde que nacen, que toda voluptuosidad se halla en el mal –se queda mirando fijamente a Manet, antes de decirle, en voz alta y señalándolo con el dedo- ¡La respuesta!
-¿Desde la Venus de Urbino?
-¿Quién es ella? Corrijo, ¿qué es ella sino una divina ramera? –afirma Baudelaire-. Usted no tiene la culpa de la ignorancia del público sobre sus referencias artísticas y los símbolos que va diseminando en sus telas. Usted los ha sobrepasado… Y sobrepasará este tiempo mismo…
La estrella de la exposición, que hace las delicias de los visitantes, es el Nacimiento de Venus de Cabanel. La gente se detiene y le tira besos al cuadro. Napoleón III compra la obra por 50, 000 francos. Manda llamar a Cabanel y le condecora con la legión de honor. En cambio, el cuadro de Manet, colgado en un rincón oscuro, atrae todas las miradas y antipatías del público. Se ordena colgarlo aún más alto en la pared, para protegerlo de un posible ataque vandálico y se ponen dos guardias para custodiarlo, por mera condescendencia, por supuesto. Mientras tanto, Manet desespera en su taller.

Entra en el burdel, donde la Madama lo recibe. Le pregunta por Victorine. -¡Esa pelirroja desobligada entra y sale cuando quiere! –le explica-. Yo ni cuenta me doy cuando se ausenta. Debería estar arriba, haciendo lo que mejor sabe hacer-. La mujer junta y aprieta sus pechos con ambas manos, baja la barbilla, saca la lengua y hace como si lamiera.
La Madama llama en voz alta a otra chica.
-¿Has visto a la “camarona”, Lily?
-Hoy no-. Se dirige a Manet-: Búsquela en los cafés del bulevar, seguro anda por ahí.
-Lo sé, lo sé… -murmura Manet y sale del prostíbulo.
Atrás escucha los gritos de la Madama.
-¡Si la ve dígale que no vuelva por aquí!
La encuentra cantando y tocando la guitarra. Ella lo descubre en la calle, se mueve, ágil, entre las mesas y sale a su encuentro.
-¡Maestro! –exclama- ¿Quiere que pose para usted?
-Sí, Victorine, por favor… ¡Ven conmigo!
-¿Ha escuchado lo que se dice de la Olympia?
-¿Qué sabes, de tanto que se dice, que yo no sepa, Victorine?
Caminan juntos por la calle, ella lleva su guitarra sobre el hombro.
-Que la emperatriz Eugenia acudió al Salón, acompañando al emperador por supuesto, pasó delante del cuadro, enrojeció, desplegó su abanico y lo agitó frente a su cara –Victorine se suelta a reír-. ¡Y me han dicho de varios viejos que han golpeado la tela con sus bastones, que los guardias no han podido impedirlo!… ¡Maestro, es usted célebre, toda una figura!
-¡Oh, Victorine, calla por favor!
-¿A dónde vamos?
-A visitar a Cézanne… ese gruñón cambia de domicilio cada dos por tres, espero dar con él…
-¿Y para qué vamos a visitar a Cézanne?
-Siempre me ayuda, me salva, contemplar la obra de Cézanne.
Un joven con monóculo, zapatos brillantes, guantes blancos y bastón, va por la calle del brazo de una rubia espléndida, pero vestida de manera extravagante, con un gran sombrero con plumas de colores aumentados bajo las lámparas de gas del alumbrado público. La mujer y Victorine se miden con la mirada. Manet y el joven se ignoran o tratan de ignorarse.
-¡Grenouille! –le grita Victorine -¡Rana!
La otra voltea la cara mientras escupe al aire.
-¡Gata!
-¡Oh, Victorine, no seas grosera! –le pide Manet, sin evitar sonreír.
-La vida está aquí… Me aburre, me mata la casa de citas… El boulevard está tan vivo… ¿Soy, acaso, menos bella que esa mujer?
-Tienes toda la razón, Victorine… Y no, no eres menos bella que esa mujer. Pues deberías estar orgullosa de ser Victorine Meurant, modelo y pintora y no sólo una cocotte.
Manet ha logrado sacarle una sonrisa, luego, de inmediato, ella cambia, reflexiona.
-¿No es verdad que Cézanne lo odia, Maestro?
-Detesta mi manera de vestir, mi porte, mi desfachatez parisién… Él es un salvaje…Un sacerdote de la naturaleza. Un ser pánico.
-¿Entonces por qué ir a verle?
-Por eso precisamente, niña, por eso precisamente.
Llegan al taller de Cézanne y lo encuentran pintando.
-No le doy la mano, señor Manet, hace ocho días que no me la lavo.
Manet trata de pasar por alto las groserías de Cézanne.
-No hace falta, señor Cézane, no hace falta…
-¿Y dónde va con esta niña? –le pregunta–. Debería prestármela alguna vez…
-¿”Prestármela”? –Arremete Victorine- ¿Cree usted que soy propiedad privada o qué? –deja caer la guitarra y pone los brazos en jarras.
Para distender la escena Manet pregunta amablemente:
-¿Qué es lo que prepara, señor Cézanne?
Cézanne coge un recipiente, bate la pintura dentro con una espátula y se lo tiende a Manet.
-¡Un pote de mierda! ¿Ya vio usted el color?
Cézanne y Victorine se dedican miradas furiosas, Manet deambula por ahí y por allá, examinando los cuadros.
-Es hora de retirarnos, señor Cézanne, ha sido un placer haberlo visto… ¡Vámonos Victorine!
-¡Ya, ya! –gruñe Cézanne -Au Revoir, Crevette! –se despide.
Victorine se vuelve y le enseña la lengua.
Cuando llegan al taller de Manet, ella comienza por quitarse los zapatos y se echa sobre la cama.
-¿Y bien, qué ha sido eso?
-Cézanne es el padre del arte nuevo; nuestras diferencias, y él mismo lo sabe, no son tan importantes como nuestras confluencias-. Medita-: En mi viaje por España descubrí las maravillas de Diego Velázquez. ¡Él ha sido y será pintor de pintores, el más grande de todos, jamás existirá nadie como Diego Velázquez! –se queda mirando el caballete y dice-: Creo que haré unos bocetos… sí, te dibujaré con tu guitarra. ¡Eso es!
Victorine se sienta, casi dándole la espalda, casi de perfil, y coge su guitarra. Manet coge sus utensilios.
-¿Cómo te va con tus avances en pintura, Victorine?
-Creo que me inscribiré en la Académie Julian y tomaré clases particulares –voltea a ver a Manet- ¿Le gustaría ser mi maestro, Maestro? –dice.
Manet, conmovido, deja las minas de plomo y unas hojas de dibujo que ha cogido y se acerca a Victorine. Pone su mano detrás de la cabeza de ella. Victorine, sentada, levanta la vista. Él se inclina sobre ella, en un ardiente arrebato, y le planta un beso en los labios.
-Sabes a cerezas –susurra Manet, aún con los ojos cerrados.
-Un cliente me regaló cerezas –dice ella, también con los ojos cerrados.
Retozan un poco y trabajan otro tanto. Manet, por gracia de Victorine y de la contemplación del arte de Cézanne, ha logrado olvidar sus pesares.

Manet deambula por las zonas ajardinadas de la calle Batignolles, a las afueras de París, cuando descubre un café. Se trata del Guerbois. Entra. La primera sala es blanca y dorada, cubierta de espejos, el sonido del entrechocar de las bolas de billar y el ir y venir de los meseros le provocan fascinación. El rumor corre entre los colegas. Cada viernes, al salir del taller, Manet va al Guerbois, acompañado por un séquito de pintores, amigos, enemigos. El dueño les ha reservado dos mesas a la entrada.
-¿Y bien, creen que es mejor captar la luz al aire libre o no? –pregunta Manet- ¿Pissarro, Monet, qué opinan?
-La luz natural es importantísima –opina Pissarro.
-¡Por supuesto que lo es! –asesta Monet, dando un golpe sobre la mesa–Sólo así seremos capaces de obtener la impresión de un momento…
-¿La “impresión” de un momento? ¡Jáaa! –Degas se burla.
-No estoy seguro de que sea importante o de que no lo sea–. Vacila Manet.
El ambiente se torna tenso. Se acercan a la mesa, cada tantos minutos, varios jóvenes aprendices de pintores, algunos poetas, varios periodistas y muchos escritores. Son invitados a sentarse con el grupo. Degas y Manet se dedican mutuamente miradas de odio.
-¿Saben lo que ha pasado con la “camarona”?
-¡Cuenta, cuenta, Desboutin! Siempre estás al tanto de los chismes de taller… -expresa Pissarro.
Desboutin empieza a hablar, sólo para enfriar la atmósfera.
-Se dice que se ha enamorado de un americano…
-¿Un americano? –se extraña Manet- Pero… pero…
-¿Celos, Mon ami? –pregunta Degas.
Llega Zola, arrastra una silla de la mesa de al lado. Manet y Pissarro le hacen sitio entre ellos.
-¡Miren quién llegó -exclama Degas-, el defensor de los jóvenes artistas! Pero hay mucho de sospechoso en su proceder. Yo creo que lo que el señor escritor quiere, en realidad, es perturbar a los burgueses, escandalizar, para ser recordado a través de nosotros. ¿No es así, Zola, panfletero?
-¿Te consta, Desboutin, que Victorine tiene amoríos con un americano?–continúa Manet.
Desboutin va a contestar apenas cuando se acerca un hombre al que, de inmediato, Monet hace señas con la mano para que tome asiento a su lado.
-¡Nadar, aquí! –le dice.
-¡Vaya, vaya, estamos de suerte –Degas levanta la voz-, es el señor fotógrafo! ¿Cuándo ha bajado usted del globo, señor aeronauta?
-La última vez que la vi –dice Desboutin-, andaba en un café del centro, vendiendo sus dibujos.
Se han formado parejas o pequeños grupos que charlan entre sí. Cada vez se suman más personajes. El café se impregna de humo, de voces, risotadas, conversaciones. Desde el fondo llega el rumor de las discusiones de los billaristas.
-¿Pedimos la cena? –dice Zola- La bilis me da hambre…
Degas pierde interés en Zola, el centro de sus ataques es, ahora, Nadar.
-¿Es cierto que el señor Jules Verne se inspiró en usted para el personaje de su novela De la Tierra a la luna? ¿Por qué no se quedó por allá? –apunta con el índice al cielo.
Nadar siente calor en el rostro.
-La próxima vez que ascienda en globo –replica Nadar-, no dude en avisarme por dónde andará, señor Degas.
-¿El señor fotógrafo quiere fotografiarme desde el aire?
-¡Oh, no! ¡El señor fotógrafo quiere dejarle caer un ladrillo en la cabezota!
Las mesas prorrumpen en risas, excepto Manet y Desboutin, que permanecen enfrascados en su conversación.
-Esa jovencita suele desaparecer por varias semanas, hasta meses –dice Desboutin-. No se enamore de ella, Manet. Es de un carácter muy inestable y peligroso.
-¡Vamos, falso pintor, falso artista! – Continúa Degas, luego asesta el golpe-: ¡Fotógrafo! ¡No es usted sino un fotógrafo! –Se levanta y abandona el café.
En 1868 Manet termina el Retrato de Émile Zola; una obra maestra sobre la cual el pintor simbolista Odilon Redon escribe que se trata de: Una especie de recreación silenciosa del carácter de un hombre. En el cuadro aparece Zola con un libro abierto sobre la mano izquierda, sobre su escritorio se aprecian varios folletos; en la portada de uno puede leerse “Manet”; en un marco sobre la pared, a la derecha, aparece una pequeña reproducción de la Olympia, situada encima de un boceto de El triunfo de Baco, conocido también como Los borrachos, de Velázquez, a la izquierda el retrato del luchador japonés Onaruto Nadaemon de la provincia de Awa, grabado de Utagawa Kuniyaki II, que constituye un homenaje a la pintura japonesa que, tanto Manet como sus colegas, sentían por el arte oriental.

En 1869 termina El balcón; una composición en la que retrata a Berthe Morisot, su futura cuñada y la más grande de las pintoras del grupo, sentada junto a Fanny Claus, una amiga de la familia y al pintor paisajista Antoine Guillemet. Detrás de ellos, difuminado en las sombras de la habitación, se ha querido ver a Léon Köella, hijo de Suzanne Leenhoff y posiblemente de Manet. Es el cuadro sobre el que Paul Valéry escribió, refiriéndose a los ojos de Berthe, que tenía una Presencia de ausencia, en la mirada.
En 1870 Victorine Meurent desaparece. Manet pregunta aquí y allá pero nadie sabe dónde se ha metido. El crítico de arte Adolphe Tabarant escribe que Victorine ha hecho un viaje a los Estados Unidos, país en el cual espera continuar su carrera artística y relacionarse con el comercio de sus obras, pero que el verdadero motivo de su ausencia es una relación sentimental, en la que se ve involucrada, con un americano misterioso.
El año es 1873. Berthe Morisot pinta una tela al lado de Manet, que toma apuntes rápidos a lápiz.
-Me alegra por fin el haberte convencido de pintar al aire libre, Édouard –le dice ella.
Los pasos de alguien, a sus espaldas, les distraen.
-¡Eugène! –Berthe suspende su trabajo y se prende del cuello del recién llegado. Eugène la besa castamente en los labios.
-¡Hermano! –se dirige a Manet- ¡No podrás adivinar a quién me he topado en un café, vendiendo dibujos!
-¿A Desboutin?
-¡No, tonto, no! ¡A Victorine, tu modelo preferida! Andaba tocando el violín y dejando sus hojas en cada mesa, dando vueltas por el local.
Manet no puede creerlo.
-¿Vive todavía?
-¡Ya lo creo que vive! ¡Y está más roja que nunca!
Manet deja caer sus utensilios y camina lo más rápido que puede por la calle. Ha avanzado varios metros cuando se vuelve:
-¿Dónde… dónde la viste?
Eugène y Berthe rompen un apasionado beso que, por unos segundos, les ha mantenido unidos en un abrazo muy estrecho.
-¡Oh, en la Nueva Atenas! ¡Corre, corre!
Manet se da prisa pero los achaques de su enfermedad circulatoria, se lo impiden. Cuando la encuentra, varios días después, no pueden evitar caer una en los brazos del otro.
-¿Dónde has estado, dónde, dónde? –la besa en los labios, las mejillas, la nariz.
-No quiero hablar de eso, Maestro. ¡Pero he regresado! –y vuelve a abrazarlo.
Manet pinta a Victorine en El ferrocarril. Es el año en que su hermano Eugène y Berthe Morisot contraen matrimonio. Morisot se convierte, por derecho propio, en parte de la cofradía de pintores, no sólo es admirada sino muy querida por sus compañeros varones.
En 1874, por iniciativa de Pissarro, se forma la Sociedad anónima de artistas pintores, escultores y grabadores, cuya meta principal es difundir las obras de los rechazados del Salón y el apoyo mutuo entre sus miembros. La idea surge en el Café Guerbois, el acuerdo implica pagar una cuota anual de 60 francos para organizar una exposición que permita a cada miembro exponer dos obras. Nadar ofrece su estudio del Boulevard des Capucines.
Degas, que teme las implicaciones políticas que la exhibición pueda provocar, decide invitar a varios pintores aceptados en el Salón. Se reciben 165 obras de 30 artistas. No hay uniformidad de temáticas ni estilos. Edmond Renoir es el encargado de preparar un catálogo sencillo que cuesta 50 céntimos. El horario inicia a las 10 de la mañana y se cierra a las 18 horas, con un receso para abrir, otra vez, de las 20 a las 22 horas.
-¡Pierre-Auguste! –Edmond llama a su hermano-. Mira esto. Todos los cuadros que Monet me ha enviado tienen nombres demasiado convencionales. ¿No te parece que debería cambiarlos para hacerlos más atractivos?
-Le diré que venga –dice Pierre.
Una vez reunidos, Edmond le explica el motivo por el que lo ha mandado llamar.
-Claude, has enviado demasiados cuadros… ¡Y todos tienen títulos monótonos, poco llamativos! ¡Mira este: Vista del puerto de Le Havre! ¿No te parece que eso es tener poca imaginación?
Sin intención de debatir, Monet coge el lienzo y hunde la mirada en la pintura.
-¿Por qué no lo titulamos simplemente Impresión, Sol naciente? –propone.
-Eso está mejor –opina Edmond.
El primer día, 15 de abril de 1874, acuden a la exhibición 200 personas. Un mes después, han asistido ya 3, 500 visitantes. Se escriben varias críticas favorables. Pasarán a la historia las adversas, sin embargo.
Louis Leroy escribe en Le Charivari el 25 de abril, tomando el encabezado para su crítica despectiva, del título del cuadro de Monet:
La exhibición de los impresionistas
¡Ah!, ¡aquí está, aquí está!- exclamó él ante el número 98. Reconozco el favorito de papa Vincent. ¿Qué representa esta tela? Veamos el libreto. Impresión, sol naciente. Impresión, estaba seguro. Yo mismo me lo decía: puesto que estoy impresionado, debe de haber impresión ahí dentro… Y, ¡qué libertad, qué soltura en la factura! ¡El papel pintado en su estado embrionario está aún más acabado que esta marina!
El 29 de abril, Jules Castagnary, amigo del grupo, en Le Siécle, trata de definir los rasgos que unifican las técnicas y temáticas de la mayoría de estos artistas, a partir de la crítica de Leroy:
Son impresionistas, en el sentido de que no reproducen simplemente un paisaje, sino la impresión personal que reciben de ese paisaje.
El grupo tiene ya un nombre que muchos de ellos detestan. Degas y Manet, en cambio, se mantienen al margen de la técnica impresionista, aunque permanecen vinculados al resto, ya sea por amistad o enemistad.

Alejada del grupo, Victorine estudia, y se aplica, como alumna de Étienne Leroy, retratista cuyos trabajos siempre son exhibidos en el Salón. Ella perfecciona su arte pero bajo los cánones academicistas, contra los que se revelan los impresionistas, verdadera vanguardia de la pintura. El año 1876 es malo para Manet quien, a diferencia de sus compañeros, siempre ha querido figurar en el Salón pero es rechazado una vez más; Victorine, en cambio, aparece ahí con un autorretrato, muy elogiado. En 1879 Manet, por fin, es admitido en el codiciado Salón y su obra se exhibe, junto a la de Victorine, Bourgeoise de Nuremberg au XVIe siècle.
Pero Manet es Manet, célebre en el escándalo y el rechazo. Cada vez más enfermo por la arteriosclerosis, se echa sobre la cama de su taller, situado en el número 51 de la Calle San Petersburgo, cerca de la estación Saint-Lazare. El taller está adornado por innumerables jarrones y vasos con flores y plantas que aportan color al triste local.
Tocan a la puerta y Manet, arrastrando la pierna, va y abre. Se encuentra con Victorine.
-¡Maestro! Sé que a esta hora descansa y recibe las visitas.
-¡Ah, Victorine, adelante!
Ella entra y no deja de mirar las paredes repletas de dibujos. Manet vuelve a recostarse. El tren pasa y los jarrones, la consola Luis XV y el vestidor estilo Imperio, tiemblan bajo las vibraciones. Los vasos y jarrones repiquetean entre sí. Victorine toma asiento en un banco de jardín pintado de verde.
-¡Por fin triunfamos y estamos juntos en el Salón!
-¡Mi querida Victorine! –Manet hace un intento por levantarse pero ella se le adelanta, se acerca hasta él y se sienta a su lado-. Dejaré instrucciones a mi esposa para que, a mi muerte, te proporcione un porcentaje de la venta de cada lienzo para el que hayas posado.
-Maestro, no piense en eso. Que suceda sólo cuando yo deje el modelaje. ¡Quiero que me pinte, que me dibuje! ¡Quiero posar para usted otra vez, muchas veces más!
Se levanta y comienza a danzar por la habitación.
-¡Cuánto escándalo hemos provocado, Édouard Manet! ¿Recuerdas? –se ríe en voz alta, rememorando cuando posó para el Almuerzo, la Olympia, y tantas otras obras.
Se recuesta a un lado de Manet, lo abraza, lo cubre de besos. Fuera se desvanece en el aire el trote de los coches tirados por caballos, las voces de los paseantes, el ir y venir de la urbe. Como tras una cortina, dentro, la tarde se oscurece. Se hace líquida. El aire encerrado se impregna de sudor, saliva, sal orgánica.
Pocos días después Victorine vuelve a desaparecer. Se ha alejado voluntariamente del círculo de amistades de Manet. De él mismo. Dolorosamente. En este grupo de artistas cuyos amoríos son compartidos por todos, hombres y mujeres, corre el rumor de que Victorine Meurent se ha visto envuelta en una relación escandalosa. Alphonse Tabarant escribirá sobre ello, sin aclarar la naturaleza de tal relación.
Desde 1874 Manet se ha conseguido una nueva modelo y amante. Se trata de Méry Laurent, de madre lavandera y padre desconocido. La madre ha vendido la virginidad de Méry, a los 15 años de edad, al Mariscal François Certain de Canrober. A los 16 años, y con una jugosa pensión anual de parte del Mariscal, se convierte en actriz. El año que conoce a Manet es la cocotte del anciano cirujano dentista imperial Thomas W. Evans. El cabello rojo de Méry le recuerda a Victorine, a Manet. Será su último amor. Y aquél que le planteé el desafío de hacerle frente a la enfermedad que le tortura.

Manet y Méry tienen un acuerdo. Él da en pasar todos los días bajo las ventanas de la casa de ella, en la calle Roma. Cada vez que el cirujano sale, ella sube a las ventanas superiores, saca la mano con un pañuelo y lo agita. Es la señal para que Manet suba.
Cierta tarde el doctor sale a la calle. Arriba se agita el pañuelo. Manet aparece en la puerta… justo en el momento en el cual el cirujano, que se ha olvidado algo, regresa a casa. El doctor Evans y Méry Laurent no se hablarán a lo largo de varios días. Pero ¡qué se le va a hacer! Tanto Manet como él son un par de caballeros. Y Méry una mujer con ingresos de cien mil francos anuales.

Méry abre su salón no sólo a Manet, sino a los escritores del momento, que pasan deliciosos instantes en su compañía. Acuden a su casa Mallarmé, que se convertirá en su nuevo amante, a la muerte de Manet, o Huysmans o Proust, que dejarán su impronta en su mansión o, mejor dicho, que se verán afectados por la huella que Méry dejará en ellos. De esta forma, Méry Laurent será la modelo para la Naná de Émile Zola y la Odette de Crécy de la novela Un amor de Swann de Marcel Proust. Manet la toma como modelo para varias pinturas, entre estas El otoño, que data de hacia 1882, a la vez que le hace varios retratos.
Por la noche, prudentemente, Manet vuelve puntual a casa, al lado de Suzanne. A esas horas las visitas son de otra clase. Como un buen matrimonio, o mejor dicho, uno que guarda las apariencias, reciben a amantes de la música y a caballeros y damas cuya conducta no da pie a habladurías ni chismes de café.
Mientras Victorine ofrece clases de música y de dibujo para sobrevivir, al mismo tiempo que cae en el alcoholismo, los achaques por la enfermedad de Manet le alejan de la vida social. El Segundo Imperio francés ha pasado. La sociedad, en cambio, no ha cambiado tanto. En 1881 se le otorga a Manet, la Legión de Honor, no sin ciertas reticencias. Le comunican a Jules Grévy, el presidente, la decisión de condecorar a Édouard Manet. Grévy se niega.
Léon Michel Gambetta, político de la Tercera República y amigo de Manet, encara a Grévy:
-Señor presidente, es a sus ministros a quienes corresponde otorgar las cruces. Por deferencia hacia su figura le pedimos su firma; pero usted no tiene derecho a discutir nuestras elecciones.
Grévy mira a los hombres ante él. Coge la pluma, la moja en tinta, se inclina y firma el documento. Uno de los viejos enemigos de Manet, el conde Émile de Nieuwerkerke, quien fuera director de los museos del estado, envía a su secretario, a felicitarlo. Manet le responde:
-Le dirá que soy muy sensible a su recuerdo, pero que hubiera podido condecorarme antes él mismo. Entonces hubiera hecho mi fortuna; ahora ya es demasiado tarde para reparar veinte años de fracasos.
El jurado del Salón, le prende una medalla por su obra Pertuiset, el cazador de leones, que retrata a ese curioso personaje que, además de explorador también era pintor y le compraba cuadros a Manet.
Todo es ya demasiado tarde. Desde el invierno de 1880, la pierna izquierda no le sostiene. Mientras pinta sus maravillosos bodegones, cojeando, se aleja a su sofá. Pasa interminables minutos dándose masaje. Logra terminar una última obra maestra, Un bar del Folies-Bergère, en 1882. Pero el año 1883 es fatal. A fines del mes de enero, sin lograr manejar los pinceles, rasga, en un acto de desesperación, con un cuchillo, La amazona, cuadro sobre el cual trabaja. Cae al suelo. Se arrastra, intentando alcanzar el sofá. El 24 de marzo se descubre el pie de color negro. El 1 de abril, tras varios días de dolorosa agonía, los cirujanos llegan a casa de Manet. Van vestidos de traje y se ponen encima un guardapolvos blanco. Lo recuestan sobre la mesa de su salón. Lo duermen con cloroformo. Le amputan la pierna debajo de la rodilla. Manet despierta y se queja de dolor en la pierna que ya le ha sido amputada. Está padeciendo del típico síndrome del miembro fantasma.
Cuando Léon se acerca a la chimenea para encender el fuego, descubre que los cirujanos han dejado la pierna cortada ahí. La saca enseguida. Llegan visitas. Berthe Morisot, Claude Monet, Stephane Mallarmé, desfilan en la casa. El 30 de abril, después de una noche de agonía, Édouard Manet muere a las 10 de la mañana en brazos de Léon Köella.
Edgar Degas se entera de la muerte de Manet. Por un instante recuerda todas las desavenencias, los altercados, las bromas hirientes. Levanta la cara al cielo, empuña las manos y grita:
-¡Ahhh… era más grande de lo que pensábamos!
No acude, en cambio, al sepelio. Tampoco Renoir, que está de viaje por Italia. Forman parte del cortejo, ese 3 de mayo, Monet, Pissarro, Cézanne, Fantin-Latour, Émile Zola, Berthe Morisot…
Esta será la última reunión de los Impresionistas.
El pintor Pierre-Georges Jeanniot deja escrito un testimonio sobre los últimos días de Manet en el número de agosto de La Grande Revue de 1907:
Cuando volví a París, en enero de 1882, mi primera visita fue para Manet. Pintaba entonces el bar, en el Folies Bergére, y la modelo, una hermosa mujer, posaba detrás de una mesa llena de botellas y vituallas. Manet me reconoció inmediatamente y me dijo: “Es muy molesto, discúlpame, estoy obligado a permanecer sentado. Siéntate allí. Ocupé una silla detrás de él y lo vi trabajar. Manet, aunque pintaba sus cuadros con modelo, nunca copiaba exactamente del natural; me di cuenta de sus magistrales simplificaciones. Todo estaba abreviado; los tonos eran más claros, los colores más vivos y los valores más próximos. Todo ello formaba un conjunto de una armonía tierna y rubia (…) Manet dejó de pintar para ir a sentarse en el diván, que estaba contra la pared de la derecha. Fue entonces cuando me di cuenta de lo mucho que su enfermedad lo había afectado. Caminaba apoyado en su bastón y temblaba. Pero con todo, seguía siendo alegre y habló de su inminente cura. Me dijo cosas como ésta: La concisión en el arte es una necesidad y una elegancia. (…) En una figura hay que buscar la gran luz y la gran sombra; el resto vendrá naturalmente. A continuación debe cultivar su memoria, porque la naturaleza sólo le proporcionará referencias. (…) Entra allí, dijo, señalando a una puerta. Abrí la puerta y me encontré en una sala con pinturas. Montones de pinturas (…) Salí de esta sala, llena de despreciadas obras maestras y me reuní con él. Mientras le contaba, lo mejor que podía, la impresión que sus obras habían tenido en mí, tuve la alegría de ver un destello de emoción en sus ojos, una vivacidad que no había sido afectada por la enfermedad y que se mantiene en mí como uno de los recuerdos más preciados de mi vida.
Muy poco tiempo pasa, el duelo todavía persiste, después de la muerte de Manet, apenas tres meses, cuando una Victorine Meurent desesperada, escribe a Suzanne Leenhoff, alegando la promesa que le hiciera Manet de darle dinero por la venta de las obras para las que ha posado. Victorine le confiesa que ya es demasiado vieja para posar, que su madre está enferma, que su salud es precaria. Suzanne Leenhoff, viuda de Édouard Manet, no se digna jamás en contestarle.
Victorine expone en 1885 en el Salón de París. Frecuenta aún más los cafés. Pasea como un espectro por Montmartre. Cuenta su historia. Canta. Vende sus dibujos. Y bebe sin parar. Por entonces conoce a Marie Pellegrin, una cortesana y lesbiana de fama que, como ella, hace la calle y se convierte en su amiga y compañera de desgracias. En 1893, Victorine expone en el Palais de l’Industrie. A su miserable hogar, encaramado en un piso muy alto, llega un hombrecito un día, haciendo un esfuerzo sobrehumano para subir, debido a sus cortas piernas. Lleva consigo una caja. Exhausto, toca a la puerta. Victorine, botella en mano, abre.
-¡Toulouse! –exclama ella al verlo, y se agacha para besarlo en ambas mejillas- ¡Toulouse-Lautrec!
-Te he traído víveres –dice él, entregándole la caja, se acomoda en la cama desvencijada de Victorine-. ¿Sabes, querida, que estamos haciendo una colecta para comprarte un puesto de acomodadora en el teatro? Para que vivas mejor…
-¡Querido mío, querido mío! –Victorine llora- ¡Yo sé que me quieres y no me olvidas!
En 1903 Victorine Meurent es elegida como miembro de la Sociétés des Artistes Français. Al año siguiente vuelve a exponer en el Salón. Pero para Victorine, también es ya demasiado tarde.

A principios del siglo XX los registros del censo localizan a Victorine viviendo con otra mujer, Marie Dufour, secretaria y profesora de piano, en el barrio de Colombes, a las afueras de París. En la columna de la hoja del censo dedicada a la profesión u ocupación, Victorine se identifica a sí misma como “artista”, lo que resulta sumamente conmovedor. Los registros indican que ambas se turnaban para identificarse como “jefa de familia”. Victorine Meurent fallece el 17 de marzo de 1927, su compañera, Marie Dufour, muere tres años después. Las pertenencias de ambas mujeres son malbaratadas, el resto, dibujos y algunas pinturas de Victorine, incluyendo su violín, son arrojados a una hoguera.
Para celebrar el centenario del nacimiento de Édouard Manet, Paul Valéry escribe sobre la Olympia:
Olimpia choca, despierta un horror sagrado, se impone y triunfa. Olimpia es escándalo, ídolo; potencia y presencia pública de un miserable arcano de la sociedad. Su cabeza está vacía: un hilo de terciopelo negro la separa de lo esencial de su ser. La pureza de un trazo perfecto esconde a la Impura por excelencia, aquella cuya función exige la ignorancia sosegada y cándida de todo pudor. Vestal bestial consagrada al desnudo absoluto, lleva a soñar todo lo que esconde y conserva de barbarie primitiva y de animalidad.
No podemos juzgar la obra de Victorine Meurent porque poco queda. La única obra suya, que ha llegado hasta nosotros, se titula Domingo de ramos y se cree que fue pintado hacia 1880. Demuestra talento, a la vez que un tema inclinado hacia lo conservador, lo piadoso, la celebración católica de la Semana Santa. Se conserva en el Museo Municipal de Arte e Historia de Colombes.
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