Por Celia Gómez Ramos
Te atreves a hablar con la gente sobre lo que ocurre, necesitas compartirlo. Acudes con un otorrinolaringólogo y te confiesas. Su inspección y análisis no muestra ningún problema, todo está en orden a nivel físico. Eso ya creías saberlo, por lo menos te lo ratificaron. El médico te sugiere acudir con un psicólogo, te observa con algo de preocupación y él mismo propone hacerte la cita. Frente a ti, la hace para el día siguiente, sabes que de no haberlo hecho así, seguro no estarías ahora con el ¿galeno?, y no te encontrarías comentándole lo ocurrido. El psicólogo te sugiere un psiquiatra, pero además, continuar con sus consultas. Ahora deberás ver a psicólogo y psiquiatra, aunque el primero, el psicólogo, te dice que no ve contigo ningún problema, pero como piensa que tuviste una situación de tensión grave, han de averiguarla en las sesiones. Tú no recuerdas alguna situación fuera de lo normal o cotidiano por la que hayas pasado, así que aceptas. El psicólogo, antes de que comiences a ver de manera paralela al psiquiatra, que él mismo te recomienda, te pregunta si de casualidad tienes epilepsia. Tu sólo sabes que la epilepsia genera convulsiones, y por supuesto que lo niegas de inmediato. Nunca has tenido ninguna. Cada vez te sientes más extrañada, pero sigues acudiendo con cuanto médico te envían, invirtiendo tu dinero en ‘tu salud’, como siempre has escuchado que debe hacerse, aunque también sabes el dicho de que una enfermedad se acaba una gran herencia, y para colmo, tú no tienes ninguna, y peor, todavía no has querido participarle a tu familia nada sobre esa música que llevas en la cabeza. Piensas que la medicina aún no ha avanzado lo suficiente, que nunca es lo necesariamente contundente, que es como todo lo que existe, sin recetas, que la particularidad de los seres humanos no permite que nadie pueda saber a ciencia cierta qué es lo que cada quién padece… El psicólogo te envía con un psiquiatra, porque seguramente, piensas, debes necesitar medicamento para solucionar tu problema. Una cuenta más por pagar, una cita más por hacer, una explicación más que dar. Estás agotada de repetir la misma historia y no encontrar ni diagnóstico siquiera. Sabes que para elaborar una tesis, eso te han enseñado, se requiere un diagnóstico; y eso que una tesis ni comprobada está. No tienes ni el primer paso de tu investigación sobre qué es lo que tienes. El psiquiatra declara su incompetencia, una vez más, eso interpretas tú, cuando te dice que necesitan otro especialista. Ni siquiera sabes cómo en tan poco tiempo ya llegaste hasta el psiquiatra, y tan sólo por tu ruido en la cabeza. El psiquiatra te remite a un neurólogo, pero ahora, tienes que continuar con las sesiones con el psicólogo, con el psiquiatra y ahora con un neurólogo. Recuerdas nuevamente tus cursos preparatorianos y te preguntas por qué no acudiste con un psicoanalista, que se supone debería tener todos los rangos y probablemente resultaría menos costoso que alternarte entre tres médicos. Ahora, además de todo, a qué hora trabajarás, te preguntas. Pero después de tanto atropello, resulta que ahora te sientes mejor y una paz te invade, porque la palabra neurólogo suena menos agresiva que psiquiatra, socialmente hablando.

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