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El retrato de Aleksandr Mirolawski


Por Víctor Cuchí Espada (Imagen de portada: Retrato de Alexandr Mirolawski. Óleo sobre tela. Anónimo de 1621)

1
La calle de Einaudi número treinta. He llegado.
Salgo del elevador. Un pasillo termina con una puerta abierta que lo hace parecer interminable. Lleva a una sala inmensa, vacía. El cuadro pesa. A falta de otro lugar lo pongo encima del sofá de lienzo estampado que, dada su belleza, forma parte de un universo estructurado y exquisito. Me veo en el espejo. No soporto mi imagen, por lo que mejor me dirijo a la ventana. Grave error: espantoso, el cielo está vacío; es gris polvo y el departamento parece colgar de él. Giro y cuento las lámparas: hay cinco, todas diferentes.
No hay remedio: voy a esperar a la señora Salgado hasta que ella quiera.
Y ella aparece debajo de una campana de vitrales de mica, vestida de negro, sonriendo.
Relajado, me acerco; le extiendo la mano.
Ella me dice su nombre, yo olvido el mío.
Nos sentamos. “La invito a examinar el cuadro.” Ella, en cambio, me ofrece unos chocolates. Desearlos, me turba; olvido la pintura por un instante.
Nunca la he visto tan cerca, ni aún en la bodega de la galería. Recuerdo que la luz mortecina y la conversación con mi jefe me impedía apreciar lo que sólo se me aparecía como un plano de manchas anaranjadas. Ahora, el rostro se ve mejor que en las diapositivas. Ha sido restaurado magníficamente. El marco de hoja de oro es adecuadísimo. Sin más, leo la cédula, pese a que ya la he memorizado.

La señora Salgado —una dama de apenas cincuenta años— se le acerca y arrodilla. Me parece que debo enderezarlo para que ella lo aprecie mejor. Absorta, no se percata de que me he movido, modificando la escena, y continúa examinándolo como a un insecto elitro por elitro. ¿Y si estoy ante una cita entre enamorados? Un verbo en inglés describe la mirada que ambas intercambian: to mesmerize. Por si fuera poco, se parecen algo la señora y la figura.
—¿Puede encender esa lámpara? —me pregunta, apuntando a una grulla de bronce.
Hay claroscuro a causa de la luz, no de las sombras. Resalta algunas facciones del modelo y esconde otras. El atardecer alumbra su rostro. En realidad es —era— menos joven de lo que suponía, y no tan hermoso. Cualquier escritor lo describiría como un mozo. Error.
—Mirolawski se retrató a los veintitantos años en un estudio pequeño e íntimo—. Esto lo digo enseguida: una frase bonita, y los modales dictan ser agradable.
Ella retrocede. Se sienta.
Una transacción millonaria me deja satisfecho, lo confieso. Aun así, la escena no me deja gozar el triunfo. Algo anda mal. Ella se enjuga una lágrima. Antes de consolarla, me impongo una distancia. La situación es embarazosa. Debo encubrir primero mi curiosidad. No tardo en impacientarme; mi tiempo es limitado.
—Señora…
Con cierta rudeza (o rapidez) vuelve a ofrecerme la canasta con chocolates. Tomo uno: debo esperar, pues aquí estoy para algo específico y no necesito distraerme. Voy a sacar mi pañuelo. Ella gesticula que no lo quiere. Con esfuerzo se recupera, enciende un cigarro.

El jinete polaco. Rembrandt c.1655

2
—Perdóneme. Verá: llevo mucho tiempo buscando esta pintura, y antes de mí, mi padrastro; él se murió sin haberla podido ver jamás… Y mis demás antepasados. Sé que lo habré intrigado; no es para más, ¿verdad? No es por ningún secreto; lo que pasa es que nadie lo sabe, ni siquiera su jefe cuando lo vi para este asunto. Y es que después de acudir a tantas galerías ya no tenía esperanzas. Por suerte todavía soy joven y lo voy a mirar y disfrutar por muchos años. Desde ahora: ¿señor…?
—Cuchí.
—Gracias. Gracias… Sabe qué: creo que sí voy a aceptar su pañuelo. ¡Qué pena me da que se haya cansado tanto trayéndolo para acá! Horrendo. No piense que soy rara. Y es que ¿cómo se le puede tener tanto cariño a una pintura a la que nunca se ha visto, más que a una mascota o un ser querido? ¡Yo me lo he preguntado tantas veces! ¿Por qué pagar los millones? Usted dirá que porque es una inversión segura… No es éste el caso.
El cuadro pertenece a mi familia. ¿No me cree? Desde siempre. Decía mi papá que es la primera evidencia que tenemos de nuestra presencia en el mundo. Jamás este cuadro se separó de nosotros, en cierto modo quizás resulta hasta siniestro. Mis papás se apellidaban Piazniczek. Ese nombre se remonta a tres siglos de historia de Polonia y Europa oriental. Polonia era uno de los lugares más violentos de la Tierra cuando nació el primogénito, en secreto, como solía acostumbrarse en tales casos. Era hijo del conde Zamoiski, pero le pusieron el apellido de su madre. Se llamaba Anton. Su padre lo estaba preparando para guardabosques. Nadie sabe por qué huyó de su casa. Se sospechó de una infatuación con su hermanastro. Lo cierto es que ambos no volvieron a verse jamás. De adulto vagó hasta que de alguna forma ingresó a la corte del príncipe Radziwill donde fue amanuense: por su firma ilegible se intuye que transcribía cartas de amor falsificadas que su amo dejaba a la vista de su esposa con el fin de llevarla al suicidio.
Bueno, ella vivió muchos años, e incluso sobrevivió al marido quien, dicen, murió feliz. Se puede usted reír. Corría el año de 1621. ¿Me sigue? Vuelva a leer la cédula. Ahí está el título y la fecha. De acuerdo con mi bisabuelo —que fue curador del museo de arte de Vilna—, este cuadro lo pintó un discípulo de Tiziano. Creo que sabe a qué me refiero… ¿No? Es que no es una mera cuestión técnica. Acérquese, por favor. Este fondo oscuro, si se fija bien, no fue pintado ex profeso; es resultado de muchos años de un barnizamiento muy descuidado. Ahora acérquese más… En el extremo superior derecho, ¿qué lee?
—¡La fecha! ¿Qué hace ahí?
—El barroco todo lo permitía y los cánones de la Academia nunca decían dónde se debía pintar la fecha. Ahora, abajo, mire: ¿ve algo escrito?… Aquí, casi indistinguible, entre los pliegues de la camisa… Esas letras las debió escribir la misma mano… En 1981, mientras inventariaba el patrimonio de Radziwill, mi bisabuelo, Gregor Piazniczek, halló este cuadro. No podía saber entonces qué era, y tampoco le interesó. Por puro ludismo —acaso fue el mejor entre los que vio— mandó que fuese expuesto en el museo del palacio. Tiempo después, enamorado de la pintura —así le dijo a su hermana en una carta—, la colgó en su despacho. Una noche que había permanecido en el museo, preparando la exposición conmemorativa del centenario del último reparto de Polonia, descubrió lo que le estoy mostrando:
A Mlk Zw A Pzk ts cr w j
¿Las ve? Gregor Piazniczek fue un gran historiador del arte y tenía consigo una de las primeras lámparas eléctricas. Transcribió las letras y las comparó con algunos documentos del archivo del Principado de Radziwill. Luego le enseñó el cuadro a Erwin Panofski; éste estuvo de acuerdo en que la luz era idéntica a la de las tardes de Lituania,así que luchó por recuperar la pintura para él y sus descendientes. Lamentablemente, en 1919, cuando pareció que al fin todo saldría bien, el gobierno lituano lo impidió. En 1920, la pintura desapareció y Piazniczek marchó a Varsovia. Todas sus posteriores demandas fueron infructuosas. Falleció en 1931. Dos años después, Emanuel Marcks vio el Retrato en Karinhall. El resto de la historia quizás ya la conoce y no tiene mayor interés. Espero que me comprenda.

Józef Simmler. La muerte de Barbara Radziwill. Google Art Project


3
“Ha retornado el héroe”, pienso mientras lo cargo hacia otra habitación. Participo en la culminación de una secuencia: de Alexandr Mirolawski pintado por un desconocido, a una incógnita mucho mayor en la cual ambos son indistinguibles. Perdida su claridad, la obra es menos bella…
—¿Lo cuelga ahí, por favor? No lo vaya a dejar caer.
Estoy en un recinto cuadrado; sus paredes hace mucho dejaron de ser malva, acaso por el aire y no el descuido; durante la espera el tiempo jamás se detuvo. Me contagia la alegría inusitada de la señora. Coloco la pintura en lo que es el último de varios espacios vacíos. En torno mío veo espejos y relojes. ¿Por qué tantos?
—Acuérdate lo que dijo Borges sobre ellos.* Ella ajusta el cuadro. Ya derecho, retrocede.
—Me siento ensamblada.
Quisiera preguntarle. No sé. Nada es totalmente falso excepto la mentira y el orden no engaña. Hasta aquí, mis certezas. Acepto que todo está en su sitio. Reconozco: “Murió el del cuadro y se le introdujo en el ataúd que le aguardaba. Cabe perfectamente”. Y agrego: “No volverás a estar solo. La señora cuidará de que te integres”.
Algo mío ha sido arrancado y traspasado a otra dimensión de la cual sólo soy un espectador involuntario. No entiendo por qué me siento desgarrado si El retrato de Alexandr Mirolawski nunca me perteneció. En esto posiblemente tenga yo algo en común con el artista y aquel perdido amanuense.
Asisto a la ejecución de una justa sentencia; o quizás pueda considerarse una venganza.
(Mentira: ¿no entiendes que es un invento? Como mi jefe no le regaló el cuadro, te lo reprocha.)
Ella está callada. “Es el primero de los días”, parece decir.
Ahora, me voy. Por lo menos dejo un equilibrio restaurado en medio del cual está El retrato de Anton Piazniczek y su dueña, la más reciente de una serie de reproducciones. El bisabuelo — si entendí bien— tan sólo puso en evidencia el fenómeno y aseguró la rítmica continuidad de una culpa. Saldada la deuda, todo puede volver a ser como antes, como siempre debió ser. A la señora Salgado, Anton Piazniczek no la perseguirá más.
Afuera, ya me siento aliviado.

Carinhall, Göring begrüßt SS-Führer

19 de junio de 1987

Posdata del 5 de julio de 1987. Aquella noche soñé que El olvido es la fuente de las fantasías. No desperté, pero a la mañana siguiente visité la biblioteca del Instituto de Investigaciones Estéticas. Creí que me había vuelto loco.
Hurgué por horas en los ficheros concentrándome en la P: Pintura-Polonia-Piazniczek. Por vanidoso, pensé que hallaría algo en la obra de Erwin Panofski, así que consulté Perspectiva de la forma simbólica, Studies in Iconology y, con enorme esperanza, Renaissance and Renascences in Western Art. No encontré ningún rastro del Retrato de Anton Piazniczek. Apenas me daba por vencido cuando, revisando el inciso “pintura polaca”, hallé una tal Histoire de la Peinture Polonaise de Emanuel Marcks (nombre que enseguida asocié al de Gregor Piazniczek) En el capítulo décimo, intitulado “Le Dix-septième Siècle: Les Portraits Privées”, me topé con esta narración de Gustav Halbermas, que copié y traduje lo mejor que pude:
“Cierto día —nuestras tropas habían ocupado Vilna en la mañana— fui invitado por mi superior, el coronel Breitner, a cenar al cuartel general del 165º Regimiento, situado en las oficinas del que fuera el secretario del comisario político del distrito. No me atraía mucho la idea, pero teníamos prisa; deseábamos llegar a Moscú antes de que comenzara el invierno. Entré a ese despacho pequeño, bastante feo, todavía decorado con banderas rojas, en donde me recibió Breitner alegremente. Mientras comíamos, platicando entre bocados de nuestro sueño de inminente victoria, pasé mi mirada por los muros. De súbito, entre tantos símbolos de barbarie, vi la hermosa pintura de un joven. Tal fue mi fascinación que, habiendo cenado, fui derecho al museo local. Hice que me abriesen -amparado en mi uniforme- y revisé el archivo. Por fortuna, hablo lituano. Al cabo de varias horas encontré lo que buscaba. El cuadro que había visto se llamaba Retrato de Alexandr Mirolawski; la identidad del artista era desconocida. Antes de marchar con mi columna, escribí a Berlín, llamando la atención sobre esta obra para la colección del mariscal Goering. Semanas más tarde fui herido frente a Viazma.
Al año siguiente, asignado a funciones de guarnición en Lituania, recibí una carta de Berlín en la que se me pedía que hiciera el inventario de las obras de arte de la provincia. Empecé con aquel retrato. Investigarlo resultó muy complicado hasta que, desesperado, leí el Ensayo sobre el retrato polaco del siglo XVII de Gregor Piazniczek. Éste no solamente describe el cuadro, sino que también alega su parentesco con el modelo, lo que me pareció tan divertido que mi interés por la pieza aumentó. Me extrañaron sus afirmaciones sobre Panofski, historiador del arte (especializado en lo decadente y antialemán) que jamás se hubiera molestado en opinar acerca de una obra menor. Sobre todo, me pareció absurdo puesto que sus argumentos —como los expresa Piazniczek— se me antojan insostenibles.
En primer lugar, son francamente ilógicas sus aseveraciones de que el cuadro hubiera sido pintado por un discípulo del Tiziano, por tardío que fuese. Considero que este retrato tiene las características de la pintura flamenca del periodo, concretamente de la escuela de Rubens y Van Hornzevelt; probablemente de esta última, la cual no estaba muy en boga. Claro está, es innegable el tangencial influjo italiano, en especial del Caravaggio, y tal vez haya confundido a Piazniczek.”
La anécdota —que Marcks tomó del libro Polnisches Kunstgeschichte, publicado al finalizar la guerra— alentó su inquietud acerca de la identidad del artista, pues suponía que ahí estaba la clave sobre el modelo. Su fuente fue claramente el Ensayo, al cual acaso lo remitió el libro de Halbermas. En 1951 dio con una pista: las fechas en las cartas del amanuense Piazniczek correspondían con las de la estadía de cierto retratista. Resulta que entre 1619 y 1627, en la corte de los Radziwill, Petr Wiontek pintó varias obras, algunas desaparecidas actualmente. Todas ellas, firmadas por el artista, son muy semejantes en composición y estilo al Retrato de Alexandr Mirolawski. Sin embargo, Marcks dejó mucho sin explicar; ante todo, si se conocieron Piazniczek y Wiontek, las causas de sus desapariciones, y la identidad real o ficticia del propio Mirolawski.
Días después, encontré la History of Eastern European Portrait de Robert Greenwood quien, en la nota 219, afirma estar casi seguro de que el cuadro es un autorretrato.

* “…Desde el fondo remoto del corredor, el espejo nos acechaba. Descubrimos (en la alta noche ese descubrimiento es inevitable) que los espejos tienen algo de monstruoso. Entonces Bioy Casares recordó que uno de los heresiarcas de Uqbar había declarado que los espejos y la cópula son abominables, porque multiplican el número de los hombres…!»

Jorge Luis Borges, “Tlön, Uqbar, Orbis Tertius” en Ficciones, Alianza Editorial, 1974, pp. 13.


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