Elogio del lector. Álvaro Rendón: diez años después


Por Jesús Ramón Ibarra

Supe de César López Cuadras en los años 90. En ese entonces me movía entre la investigación literaria, el periodismo cultural y mis poemas propios, producto más bien burdo de mis lecturas surrealistas y de las ruidosas noches en la Peña del sax; manejaba un celebrity del 82 y bebía hasta lograr la disolución de estrategias que me permitieran un futuro con objetivos. César recién había ganado el primer lugar en un concurso de publicación convocado por la Universidad de Guadalajara, con La novela inconclusa de Bernardino Casablanca, un libro en muchos sentidos fundacional.

Ubicado en los años 70, en el relato de César ya se reconoce la picaresca norteña, los escenarios donde el trasiego de droga comienza a dibujar sus estructuras invisibles, el cacicazgo como vínculo entre el Sinaloa progresista, sí, pero afianzado en las tradicionales formas de poder y, obviamente, ese calor local que incluye la oralidad de la sierra, la cantina como núcleo de donde se desprende toda especulación y el humor cáustico, típico de ese norte sinaloense sin definir y que abarca los intrincados paisajes boscosos, el valle y esa costa luminosa que apunta al magnífico mar de Cortés. La novela inconclusa… es un notable primer libro que puso a López Cuadras en el mapa y en la conversación. Sin embargo, no lo conocí en ese tiempo, sino algunos años más tarde, en la refriega del diálogo literario que reconoce al sinaloense en el mapa nacional: la proclividad para hablar de frente, sin miramientos, como si el diálogo fuera el escenario donde montamos una obra común hecha de anécdotas, cervezas pacífico, personajes de la mitología regional, dramas referenciados y nombres propios. 

César López Cuadras

De Álvaro Rendón supe antes, cuando lo veía como adjunto de Óscar Liera, en la Facultad de Letras, de donde había egresado hacía algunas generaciones. Era economista y un gran lector, formado en esas gestas sordas del 68, a la luz del boom latinoamericano y la onda, amante del trago fuerte, los cigarros sin filtro y el pertinaz y sufrido repertorio de José Alfredo Jiménez. Un día nos sorprendimos platicando de literatura, recorriendo los pasajes imprecisos donde Borges coincide con Juan Carlos Onetti. Inauguramos, a partir de ahí, una secta silenciosa animada por el uruguayo, el noir, Chandler, los Yanquis de Nueva York, Chucho Sommers y su jonrón (aquel lejanísimo enero del 78) y el whisky de una sola malta. Era manejable su animadversión por los camarones y su romanticismo intocado. Nos hicimos amigos muy pronto. Nos veíamos los sábados en la casa de Jesús Hidalgo y ahí, bajo un tejabán y entre cigarros y cervezas generosas, abríamos el hilo de una conversación literaria que continuaba por cubículos y banquetas hasta romper en temas mucho más domésticos: la textura de los aguacates, las virtudes del aceite del oliva, el color de las pechugas en su mejor grado de cocción, la diferencia entre el tomate guaje y el saladet, la dificultad para elegir los melones. 

Es más difícil elegir melones que una vida, algo así dice Philip Roth en Patrimonio, el entrañable relato donde el norteamericano habla de la relación –tormentosa, a veces, pero siempre cercana- con su padre, y Álvaro lo citaba como preámbulo de sus visitas periódicas al súper mercado. Ese libro de Roth lo leímos juntos. Lo mismo que Expiación, de McEwan, y No es país para viejos, de Cormac McCarthy.  ¿Por qué diablos regresa Llewelyn a ayudar al moribundo?, preguntaba Álvaro, no intrigado por la lógica del relato, sino por la lógica del personaje que, justo por ese regreso, detona toda la historia trepidante del libro. Llewelyn es veterano de guerra, le dije una vez, y hay códigos dentro de esa mentalidad que motivan un regreso para ayudar al caído. No sé si mi explicación lo dejó satisfecho. El caso es que nunca volvimos a tocar el tema. 

Álvaro y César eran amigos. Se habían conocido en esa región literaria que domina Élmer Mendoza y extiende sus ramas en el norte y sur del estado, y prolonga sus dominios en la llamada narrativa del Norte. En esa región estaban, entre otros, Alfonso Orejel, Imanol Caneyada, Eduardo Antonio Parra, David Toscana, Cristina Rivera Garza o Juan José Rodríguez; es decir, quienes tuvieron la oportunidad de coincidir con uno o con otro, en esa zona donde el lenguaje ha minado los territorios de expresión de una literatura por demás fecunda.  Álvaro sólo leía y acompañaba ese tránsito de libros con una lectura que abarcaba noches y mañanas enteras. Después, hablaba con sus autores con la curiosidad del niño que va armando un juguete complicado. Siempre estaba al pendiente de sus amigos pues, desde su agenda disoluta, presidía varios círculos donde se discutía sobre muchos tópicos: la política, el beisbol, Sinatra, Nicole Kidman, la literatura policiaca, la Ciudad de México o William Faulkner. 

Álvaro Rendón «El Feroz»

Siempre me preguntaba por La Novela, esa construcción que observa la complejidad humana desde sus dramas, triunfos y fracasos, y desde una voluntad fundacional en la historia y el uso de sus herramientas lingüísticas. ¿El Conde de Montecristo? Le contesté una vez, y esa respuesta bastó para abrir un debate sobre la justicia que terminaría durando meses. Cien años de soledad era, sin duda, su corcel necesario. Se sabía párrafos enteros de la novela y respondía, con sapiencia puntual, casi cualquier duda sobre su gestación. Nunca se decidió si ser vargallosista o garciamarquiano, esos dos polos dominantes del boom que agotaron muchas de sus noches. Sí puedo decir que era onettiano cabal e inamovible. Y que el inicio de Los adioses le parecía prodigioso. 

La última vez que vi a Álvaro fue el viernes 15 de abril del 2011. Una noche antes me había acompañado a recibir el premio estatal de cuento que convocaba el Colegio de Bachilleres. Lo vi en la calle. Hablamos unos minutos y nos despedimos. Esas vacaciones de semana santa fui a Puebla y ahí, en una pequeña venta de libros de una plaza pública, compré dos ejemplares de Árbol de humo, de Denis Johnson, de quien ya habíamos leído Ángeles derrotados. Uno era para él. El lunes 25 de abril me incorporé al trabajo, como parte del equipo de la Dirección de Literatura del Instituto Sinaloense de Cultura. Llevaba el libro de Johnson pero Álvaro no apareció.  Fue alrededor de las catorce horas cuando María Paredes, en ese entonces secretaria de Élmer, me dio la noticia seca, como un aviso escueto y contundente: Poeta, mataron a «El Feroz». 

Recupero a continuación un fragmento del relato de Ismael Bojórquez, extraordinario periodista, aparecido en el semanario Riodoce, que luego se reprodujo en un libro donde un puñado de amigos (Vicente Quirarte, David Toscana, Martín Durán, Elmer Mendoza, Gabriela Morfin, Ignacio Trejo Fuentes, Ronaldo González, Ernesto Diez Martínez, Alfonso Orejel, entre otros) le brindamos un homenaje a Álvaro.

Álvaro había llegado a Aguapepito con un six de X-Lager, luego se echó unos tequilas y terminó con Tecate light. Eran las once y media de la noche  a más tardar cuando el Feroz dijo: “Ya me voy”. 

“Le insistimos mucho para que se quedara –cuenta Humberto-, pero no quiso. Le dijimos que era peligroso que se fuera en ese momento pero ni así.”

“Estas son las mías –respondió Álvaro, oriundo de Los Mochis, Cañero hasta la muerte-. Es mi carretera, la conozco como la palma de mi mano”, presumió.

Cuenta Humberto que le acomodó el carro, un Jetta gris de vidrios claros, para que no batallara al salir. Se lo dejé listo, le subí tres botes de cerveza para que no se durmiera en el camino y se despidió. 

(…)

El Feroz tardó cinco minutos en llegar a Caitime, rumbo a Culiacán, donde los narcos tienen ojos y oídos. Un kilometro más adelante le dieron alcance. Se desconoce si le marcaron el alto o desde el primer momento iniciaron el ataque, lo cierto es que el Jetta tiene impactos en la parte trasera que se observan de manera recta. Otros balazos se incrustaron en el lado derecho.

No supe qué hacer cuando María me dio la noticia. Aunque me había tocado la muerte de mi abuelo, siendo muy niño, y de dos tíos, en mi adolescencia, siempre eludí los velorios familiares por su explosión dolorosa y mi creciente inutilidad para lidiar con los terrores ajenos. Me pesaban mucho, eso sí, los otros. La compunción de mi padre luego de enterrar a su padre, su rostro arrasado y mi absoluta y comprensible falta de formación para la pena. Después de la noticia de Álvaro, recuerdo, me senté a llorar silenciosamente en la cama de mi madre mientras mi hija menor recostaba su cabeza en mis piernas. Pensaba en el vacío doloroso en la vida de mucha gente. En la irreverente voluntad de Álvaro para evitar los homenajes, la seriedad de la muerte, la impostura de ese territorio donde el oficialismo instala sus propios nichos. Era un alma vieja que creía en el sortilegio de las flores y los boleros, pero también en los libros, esos dispositivos móviles cuyo fin era ejercer, dentro de uno, un feliz proceso de transformación, de revolución interior y de estrategias para enfrentar la vida con mejores armas. Creía también, claro, en la relectura. Muchas veces me hablaba de libros que releía en una noche como mero antojo, como una explosión luminosa que lo colocaba en el diálogo inmediato con los otros, sus autores, esos que fueron puliendo su capacidad de discernir y dialogar con el presente. 

Cuando pienso en Álvaro pienso en La soledad del lector, de David Markson. En ese mundo donde el lector se convierte en el complemento de un protagonista en busca de territorio. En esa entidad, también doméstica, que observa la vida desde el fondo de sí:

En una de las repisas de la ventana del Lector: fotografías enmarcadas de su hijo y su hija, una pelota de beisbol con rayones, una raíz nudosa y desteñida por el sol arrancada del Ebro. 

Justo así. Tal cual.

Jesús Ramón Ibarra. Culiacán, Sinaloa, 1965. Poeta y ocasional periodista cultural. Autor de Defensa del viento, Barcos para armar, El arte de la pausa, Crónicas del Minton’s Playhouse y Teoría de las pérdidas. Miembro del Sistema Nacional de Creadores Artísticos.

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