Vacunas y parálisis cerebral


Por Zel Cabrera

Desde que tengo uso de razón, la parális cerebral ha sido en mi vida un tema complicado, por decirlo en una sola palabra. 

A lo mejor desde antes ya lo era, pero en todo caso, fueron mis padres y no yo los encargados de enfrentarse a mis ejercicios, a mis tratamientos, a mi rehabilitación, a los primeros diagnósticos que no eran nada alentadores. 

Ellos fueron el primer frente en la batalla de explicarles a familiares y amigos mi condición. Ya luego me tocaría a mí aprender a nombrar la razón de por qué no podía jugar a las traes a la hora del recreo o el por qué mi bici tenía rueditas. 

Me tocaría también saber distinguir entre la curiosidad genuina y el morbo de aquellas miradas que advierten que físicamente caminas y te mueves diferente al resto. Ya luego tocó aprender a estar quieta y en la medida de lo posible no hacer movimientos bruscos que pudieran delatar mi condición. 

Zel Cabrera. Foto: Facebook de la escritora

También aprendí a mentir en la calle cuando alguna monja acomedida decía que iba a rezar para que sanara pronto. 

Porque crecer y vivir con parálisis cerebral es así, aprender a veces a mentir, saber cuando usar un eufemismo para evitar el asco que el término exacto puede causar y también saber las veces en las que se debe ser franca, aunque esto ocurra poco.

Durante muchos años de mi vida, parte de la adolescencia y de la universidad, confieso que vivir con parálisis cerebral me causaba una profunda vergüenza. Evitaba comer en sitios públicos platillos que implicaran destreza con las manos: alitas, sushi, comida china, tacos desbordados de carne; evitaba beber más de tres cervezas por el temor a perder mi escaso equilibrio e incluso llegué a pedir a los meseros que no llenaran el vaso con agua por mi temor a derramarlo sobre mi ropa o sobre alguien. 

Procuraba no nombrar lo que entonces me representaba un padecimiento. Volcaba mi atención en divertirme y desarrollarme en contextos seguros y de formas intelectuales que no comprometieran algo físico, aunque esto, por supuesto, era una fantasía: somos el cuerpo en que nacimos, con todas sus aristas. 

Yo conocí las aristas de mi cuerpo a través de las palabras, y envalentonada por un lado por una terapeuta psicológica bastante entusiasta y por el otro por las enseñanzas de mi tutor de la Fundacíon para las Letras Mexicanas, Antonio Deltoro, me dispuse a nombrarme, desvergonzadamente, como un cuerpo que habita la superficie con sus propias maneras en los poemas de un libro por el que tiempo después recibiera un premio literario. 

Nombrarme yo, antes que los demás lo hicieran, reconocer la discapacidad en mis poemas y conocer de mis movimientos particulares, de mis tartajeos, me alejó de aquella vergüenza y me acercó a la seguridad de quien se conoce más y se sabe. 

II

Saberse es importante, tanto para escribir poemas como para vivir. Saberse y nombrarse ayuda a escribir pero también nos dice en qué somos buenos, en qué regulares y qué cosas mejor no deberíamos ni siquiera pretender hacer. Quiero decir que sabernos, con todas nuestras capacidades y nuestras discapacidades, podría evitarnos más sinsabores de los que creemos. O ayuda, al menos, a prepararnos con mucha más atención a los intentos y a los fracasos. 

Pienso en esto mientras me amarro las agujetas de los tenis, dormí muy pocas horas por la espectativa de vacunarme (por fin) de la COVID 19 que desde hace año y cuatro meses nos tiene confinados, lejos de amigos, de familia, de las rutinas de ir al trabajo. Hace ya más de un año de este encierro que nos ha abierto posibilidades de trabajar virtualmente pero que también ha limitado nuestra vida afuera de casa, reduciéndola a idas al cajero y a la tiendita de la esquina. 

Centro Médico Siglo XXI

Me registré hace unos meses por error, cuando la plataforma de https://mivacuna.salud.gob.mx invitaba a mujeres -embarazadas- mayores de 18 a vacunarse. El sistema me dejó hacerlo y por razones misteriosas pude sacar mi hoja de registro pero cuando leí con mayor detenimiento, noté que la convocatoria era únicamente para embarazadas, aunque el gráfico era ambiguo en su redacción y diera entender que cualquier mujer mayor de 18, y/o también embarazada podía registrarse.

Esta vez no hay error, la vacunación empieza hoy para los mayores de 30, el registro está abierto desde hace un par de semanas para todos, todas y todes, embarazados o no, y para mi sorpresa, Cuauhtémoc, mi alcaldía, será una de las cinco primeras en la Ciudad de México en vacunar a los treintones, a la par de Cuajimalpa, Magdalena Contreras, Milpa Alta y Xochimilco.

Mis opciones son dos: la imponente Biblioteca Vasconcelos, inaugurada en el 2006, que alberga más de 575 000 libros y que desde siempre me ha atraído por obvias razones y el Centro Médico Siglo XXI, lugar que frecuenté una vez por mes desde los tres años hasta los doce a las consultas con mi neuropediatra y al cual me une una profunda nostalgia infantil.

Aunque le tengo un profundo respeto al Centro Médico Siglo XXI, el encanto de recibir la primera dosis de mi vacuna rodeada de libros, de letras, de palabras hacen que decida que la Biblioteca Vasconcelos es el lugar para mí. La C con la que comienza mi apellido paterno dicta que el martes 6 de julio de 2021 es la cita. Es decir, hoy es la cita y me he despertado muy temprano para monitorear las redes sociales y lo que otros, que seguramente madrugaron más que yo y que ya están en el lugar dicen de cómo se está llevando a cabo el proceso de vacunación. También estoy pendiente de los mensajes del grupo de WhatsApp de mi condominio por si algún vecino o vecina, romántica de los libros también optó por la biblioteca. 

Interior de la Biblioteca Vasconcelos. Foto: Flickr

“La fila es de ocho cuadras, anticipen su salida”, dice alguien en Twitter, y yo bebo el primer café de la mañana mientras actualizo mi timeline. Solo han pasado veinte minutos de las nueve y ya “hay que caminar 15 min para encontrar el final de la cola”. La idea de pasar -calculo que por lo menos- dos horas en una fila, bajo el sol, de pie, caminar varias cuadras sin poder sentarme, hace que mejor me sirva también fruta y que evalúe prepararme un sandwich y otro café. Todo parece indicar que después de todo, la Vasconcelos no es tan buena idea si el encanto de vacunarme rodeada de libros lleva a cambio una fila de tres horas en las que no sé si mi cuerpo me permita.

A las diez y media de la mañana, el abarrotamiento en el recinto bibliotecario no baja, se mantienen los tweets y las quejas, “la fila avanza pero es larga, ENORME”.

Una vecina a cuyo perro me gusta acariciar cuando los encuentro en el elevador, dice que va llegando del Centro Médico y que solo tardó una hora, con todo y el tiempo de observación, que la fila era larga pero que avanzaba muy rápido. Sin dudarlo, termino el café y enfilo rumbo contrario de mi primera opción, ligeramente decepcionada porque después de todo, no habrá libros cerca acompañándome en la vacuna, tampoco más palabras que las mías. 

Al llegar al cruce entre Bolívar y Eje 3 Sur el tráfico ya nos anuncia algo de lo que veremos más adelante, son los autos que avanzan pero con ligera carga, un presagio de la fila de treintones que ya rodean todo el Centro Médico hasta las entradas al hospital de Cardiología por Dr. Jiménez. 

Pido a mi esposo, que me acompaña y que maneja el auto, que siga conduciendo y que me deje en el final de la fila, para eso seguimos por el Eje 3 Sur y da vuelta por Avenida Cuauhtemoc. Justo al llegar a la puerta le digo: 

  • ¿Y si les digo que tengo parálisis cerebral crees que pueda entrar antes?

Sin pensarlo mucho, bajo la ventanilla. Cerca de la entrada, personal del Gobierno Federal, vestidos con chalecos guindas y logos del gobierno dirigen a las personas, desde el coche detenido le hago señas a un muchacho que acaba de voltear para que se acerque mientras los coches atrás comienzan a tocar el claxon para que nos movamos.

Le digo que soy alguien con parálisis pero que puedo caminar, que si aún así tengo que formarme como todos. 

Responde que no, que pase, que si necesito una silla de ruedas. Digo que no, que puedo caminar. Extiendo mi INE y mi registro. Me dan una ficha verde y me indican que siga a otro muchacho que lleva un banderín hasta llegar a una carpa blanca y que también me pregunta si necesito una silla de ruedas.

En diez minutos más, estaré vacunada con la primera dosis de Astra Zéneca.

III

En el area de observación, mientras el personal de salud nos dice las posibles reacciones de la vacuna, leo a una colega escritora decir en Twitter: “La verdad que sí me ofendí cuando me etiquetaron como discapacitada visual el día que me vacunaron”. No es el primer gesto capacitista que le leo. Me dan ganas de responderle, pero me contengo. Pienso que está equivocada y en su gesto aparentemente gracioso e inocente solo respalda la idea de que ser discapacitado afuera sigue siendo algo que ofende y repugna,

Pero quién soy yo para decirle que la vergüenza de unos, a veces es el oro de otros.

Que la carencia también es parte nuestra.

De cualquier forma, ofendida o no, pronunciando orgullosa o avergonzada sus carencias, las seguirá teniendo.

Aún así, desde mi silla, sigo sin creer que solo bastó pronunciar “parálisis cerebral” para no tener que formarme una hora bajo el sol del medio día capitalino. Me cuesta trabajo pensar que tuve un privilegio por no sentir vergüenza de pronunciar mi cuerpo, por saberme. 

Salgo sonriente y orgullosa del Centro Médico Siglo XXI, mientras los otros siguen formados.

Zel Cabrera. Poeta, traductora, periodista y editora. Becaria del Programa de Jóvenes Creadores del Fondo Nacional para la Cultura y las Artes fonca 2017- 2018 y de la Fundación para las Letras Mexicanas flm 2014-2015. Autora de cuatro poemarios. Obtuvo el Premio Nacional de Poesía Tijuana 2018. Fundadora y Directora de la editorial Los Libros del Perro.

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