Por Celia Gómez Ramos
Carne de cañón, violencia que respiro.
¡Fuego!, gritó con otras palabras, pero fuego al fin: -Mira, un niño pobre, disparó espontáneo, frente a otro de igual edad. Tendrían cinco años. No más.
El otro, sonriente y juguetón, lo miraba sacando el rostro desde el borde de un monumento mortuorio. Se le acercó. Su ropa era común y corriente, como la del que disparó el “Mira, un niño pobre”, sólo estaba sucia, llevaba tierra encima.
Eran tantos los que estaban ahí, y al parecer…, sólo una mujer se dio cuenta del hecho. Miró para un lado, para otro, sorprendida, y comenzó a preguntar a los que tenía cerca si lo habían escuchado. Les repetía y cuestionaba sobre cómo era posible saber eso, siendo tan joven… Reflexión casi en frenesí, y por lo mismo, reflexión imposible.
Desierto. Campo minado en la lisura.
El niño con tierra sonreía; el otro había perdido la inocencia…, aun siendo parlanchín, travieso, y actuando en la seguridad y cobijo que le había dado su estirpe, blandió la espada del estigma, esa de la diferencia, sin percatarse.
¿Quién sería después?
Es esa turba de palabras que me asalta al paso, dejándome como resultante: el silencio.
