Por Gabriela Pérez
Dicen que eso es la realidad, las huellas que deja la ola cuando el mar lentamente se retira. También a mí me surge voluptas cuando la ola se relega. En ese momento la hija de Psique y Cupido me domina. La pintura es la ribera de la realidad. ¿Tendré que aprender a pintar entonces? ¿Me bastará con aprender a mirar?
Hubo un gran evento que trajo como consecuencia que muchos jóvenes migraran a Estados Unidos. Markus Rothkowitz nació en 1903 en Daugavpils, una ciudad del Imperio Ruso, hoy Letonia, dentro de la zona de residencia habilitada para los judíos.
Markus es el cuarto hijo de un farmacéutico: Yacov Rothkowitz. Es inevitable, en lo que me gusta, siempre algo de química hay.
Si viajamos al pasado veremos a un niño de 10 años que habla solamente yiddish y ruso, cruza Estados Unidos en un tren con un pequeño cartel colgado al cuello. En él lleva escrito su nombre, el de sus padres y la dirección de destino. Mira por la ventana del tren una extensión de mundo que desconoce. La familia ha emigrado ya y él es el último en llegar. La infancia le había sido noble, pero con un vaho de miedo permanente. Es un momento de odio antisemita, asistió a escenas horribles: «Los cosacos se llevaron a los judíos del pueblo hacia los bosques y les hicieron cavar una fosa común[…] Imaginé esa tumba cuadrada tan claramente que no estaba seguro de si realmente la masacre ocurrió durante mi existencia. Siempre estuve atormentado por la imagen de esa tumba y que de alguna manera profunda estaba encerrada en mi obra pictórica».
Aquel muchacho ignoraba que cambiaría de nombre y apellido en 1921. Abandonó la Universidad de Yale luego de estudiar Derecho e Ingeniería. Decidió ahí ser Mark Rothko, consagrarse por entero al arte, con la vehemencia callada de los seres trasplantados.
¿Sabría entonces que la mirada de postración de la melancolía no puede separarse de la mirada lateral del pudor y el espanto?
Mark fue, de entre los pintores de su generación, el que llevó al extremo sus demonios. El más concentrado en su fervor desbordado. El más oscuro quizá. Punteó su expedición desde el origen hasta el prematuro final. Era un tipo taciturno. Silencioso. «Callar es lo más oportuno», decía.
Rothko me interesa, entre muchas cosas, porque hay algo convulso en él, una remota angustia que está en cada uno de sus pasos. Aseguraba que el arte es una aventura en un mundo desconocido, que puede ser explorado sólo por quienes están dispuestos a asumir el riesgo.
El expresionismo abstracto se fundamenta en un proceso de expresión a través de la pintura no figurativa. Es claro que quienes lo siguen, anteponen la expresión a la perfección, a la necesidad de completar, a la fluidez. Aventajan lo ignoto a lo conocido, lo encubierto y velado a lo claramente patente. Lo individual a lo social, lo interno a lo externo.
En las obras características de Mark Rothko nos encontramos con gigantescos planos de color, gran formato y veladuras. Va creciendo en agonía a la vez que su pintura va sumando profundidad. Los años 50 son los de la consolidación. Pero él aún quería encontrar aquello que sospechaba que su pintura llevaba dentro. Lo aún no dicho.
Al entrar a una sala con una obra suya, es indudable que está ahí.
Para entender, o más bien, para sentir cualquiera de sus creaciones, es imprescindible estar frente a ella. En ella. Sus obras suelen estar a poca distancia del suelo. El color te sugiere acercarte para limitar tu campo visual, para dejarte embriagar. No estás entonces frente al cuadro, estás en él. Todo el espacio es obra.
Mi sensación es como la de contemplar el horizonte desde un acantilado que da al mar, todo el ángulo de visión es ese horizonte difuso entre el agua y el aire. No hay tierra, sólo ese saliente en el que estoy con el abismo insondable. En los abismos siempre salto o me sujeto de la placidez. Con la artesanía de su arte quedo sosegada y sin perturbación.
Me asgo en sus obras de los pigmentos. Sí, tomo de la mano al aglutinante oleoso, me ciño a la trementina. No sé nada de pintura, pero imagino que antes del color debía preparar la tela, es decir, debía imprimar. Tiraba el lienzo sobre el bastidor y lo trataba con una base de cola de conejo. Imagino, o invento, da igual porque tampoco tengo la menor idea de las diferentes formas de imprimación. Lo que sí sé, es que la cola de conejo se obtiene, como rutina alquímica, tras cocer durante largo tiempo diversos trozos de partes de animales: pieles, huesos, cartílagos y otros despojos. Se ponen al fuego en agua, se elimina la espuma que va saliendo, se deja enfriar la mezcla en la que se forma una pasta gelatinosa que se filtra y se deja secar hasta que solidifica. Esta es la cola de conejo, una proteína, colágeno encargado de dar firmeza al lienzo, que para el cuadro es la piel.
Sigo disgregando y pienso que la imprimación con cola de conejo tiene la desventaja de que se emplea una sustancia higroscópica, por lo que, ante cambios de humedad, se dilata y se contrae, provocando que la pintura se agriete. Como ventaja está que puede agregarse pentaclorofenato de sodio como conservante y fungicida. Si se aplican sobre el lienzo dos capas de imprimación caliente esperando que seque cada una de ellas antes de aplicar la siguiente, se logran varias cosas: que el lienzo quede absolutamente tenso, que no se absorba la pintura pero que sí se adhiera, y se protege además al óleo de la putrefacción. Para una imprimación blanca se necesita blanco de titanio, carbonato de calcio, oxicloruro de bismuto… o como quizá me corrijan los que saben de pintura, aragonita, blanco de España o blanco inglés. ¿Con dos o tres capas de blanco se ayuda a la estabilidad de la tela y la luminosidad del color?
La técnica de Rothko cambió el canon de la imprimación por otro consistente en depositar finas capas de cola de conejo caliente mezclada con los pigmentos diluidos que él mismo preparaba. Sobre esas bases aplicaba sus pinturas, tan diluidas en trementina, que las partículas de pigmento apenas quedaban adheridas a la superficie. Aplicaba cada capa de pintura con rapidez y un ligero trazo de pincel, imaginando, quizá, que el color debía exhalarse sobre el lienzo. Posibilitó que, tras el secado, se eliminara la huella de la pincelada, se reestablece en cierta medida la estructura del colágeno, con lo que se difumina el trazo.
A principios de los años sesenta se le planteó la posibilidad de decorar un espacio de la Universidad de Harvard con un conjunto de sus pinturas. Nacieron un tríptico, y dos murales con un fondo rojo intenso, cuya luminosidad y matices variaban según las capas de color aplicadas. Con los años, el intenso color rojo de aquellos cuadros se desvaneció completamente dando lugar a una tonalidad azulada. En 1979, las obras, severamente dañadas por la luz solar y diversos rasguños, fueron retiradas y almacenadas en una sala oscura.
Hoy sabemos que para estas pinturas utilizó dos únicos pigmentos: el rojo litol, y el azul ultramar. El rojo litol es un pigmento orgánico de uso habitual para síntesis en el siglo XX. Se trata de un colorante azoico que jamás había mostrado sensibilidad a la luz, así que el desastre con las obras en Harvard presentaba un enigma por resolver a la comunidad científica.
Por medio de técnicas espectroscópicas como Resonancia Magnética Nuclear (RMN), difracción de rayos X, Infrarrojos con transformadas de Fourier, espectroscopia Raman y espectrometría de masas, se consiguió en 2010 establecer la estructura cristalina de todas las sales de rojo de litol. También se realizaron diversos experimentos para estudiar cómo se comporta este pigmento ante la radiación. Utilizando los filtros correspondientes para el infrarrojo (IR) y el ultravioleta (UV) que permitiesen que esa luz fuese comparable a la luz que los cuadros recibían durante la exposición, se expuso el pigmento a la luz de una lámpara de tungsteno, a otra de mercurio y a otra de xenón. El rojo litol era estable ante la radiación. ¡Demonios!
Se estudió entonces la posibilidad de que en la obra de Rothko tanto los aglutinantes como el azul ultramar pudiesen afectar la estabilidad del pigmento. Para ello se prepararon las pinturas tal y como él lo hacía. Se expusieron a la misma radiación y se registraron los cambios de color mediante fotografías y observando bajo el microscopio. Efectivamente aparecían zonas con ligeros cambios de color.
Se hizo lo mismo con el rojo de litol mezclado sólo con el azul ultramar, ya que, durante mucho tiempo se especuló con la idea de que este pigmento fuese el responsable de la fotodegradación. Y no. Se concluyó que el azul ultramar no intervenía en el proceso.
Al analizar una muestra de la pintura degradada mediante IR, se observó que aparecía una banda nueva que correspondía al sulfato de sodio. Esto supuso que el grupo sulfonato del rojo de litol se escindiese por fotodegradación. Había que comprobarlo por otra técnica. Optaron por Raman, y se descartó.
Todavía no podemos explicar por qué el rojo de litol se ve afectado por la luz hasta el punto de volverse azulado.
La técnica que Rothko inventó, permitía que no hubiese rastro del pincel, pero exigía que sus obras fueran expuestas en salas con luz tenue, de haber sido así, seguramente no habríamos perdido esos rojos. Fue su primer gran obra oscura. Parece un designio del destino que estos cuadros se fuesen ensombreciendo con el tiempo, marcando el momento en el que su paleta decidió enlutarse. La luz de sus exposiciones se atenuó cada vez más.
Es un artista iconoclasta. Generó imágenes exentas de iconicidad y cargadas de mística no teológica, aportó una nueva hermenéutica a la experiencia estética. Mística de lo humano, lo divino de la carne.
Aquel muchacho que llevaba un cartel colgado al cuello fundó una nueva astronomía en la pintura. El niño judío en su tren, con miedo, no podía sospechar que en el gran circo del arte la verdad no tiene siempre sitio. Y duele.
En 1969, las depresiones son cada vez más violentas y a su espíritu trágico se suma un cóctel de barbitúricos y whisky. Las exploraciones estaban ya más cerca de la tragedia. Como si él hubiera quedado definitivamente fuera de su obra. Una raya frágil en el horizonte donde todo se confunde o se desborda. Así eran ya sus últimas pinturas. El lunes 25 de febrero de 1970, su ayudante encontró su cuerpo en el taller. Las venas abiertas. Una botella cerca. Barbitúricos a mano.
El gran pintor era aquel que volvía sensible, en el arte interior, la lucha entre el carácter y la emoción. Rothko me lleva ahí. Me transporta con su belleza al espanto. Mamo sangre en lugar de leche. Respiro y me relajo, en el rojo sé nadar.
Red es una obra de teatro que abarca la vida del pintor Mark Rothko, su proceso de creación artística, los métodos y el propósito de su trabajo.
Rothko Chapel pieza escrita por Morton Feldman, concebida y estrenada en este mismo espacio como homenaje al artista. La capilla resultó ser una gran obra de arte moderno. En sus paredes se exhiben las catorce pinturas en diferentes tonalidades de negro, realizadas todas por el artista, quien desgraciadamente no logró verla terminada. Se suicidó un año antes de su inauguración en 1971. La obra de Feldman puede ser considerada un Requiem.

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